miércoles, 5 de mayo de 2010

Sonrisa muerta







¿Cómo están tus ojos rasgados, penetrantes,
esquivos siempre de los vientos alisios,
los sopladores orientales que penetran la piel
y los latidos sonámbulos de las noches heladas?

¡Déjalos así, con la mirada estrellada,
recostada del lado brillante de la vida!

¡Déjalos así, guarecidos de la mano inclemente del cirujano atrevido:
aquél que irrespeta el bisturí y, con la succión del llanto,
opaca lo natural de la vida!

¡No permitas que tu sonrisa ingenua,
tu sonrisa de querubín inmortal,
se abata enTRE los fuegos del albur!

 ¡No lances al destino ignoto
 la herencia milenaria de tu planicie asiática!

¡Tu sonrisa es tributo, algarabía sonora
para despertar las flores,
es estruendo incisivo para irrumpir la tristeza!

¡Sí!... ¡Déjala así, sin los protocolos
despiadados de los quirófanos abocados,
de las cirugías transformadoras
de los iluminados caminos,
de las sendas naturales, de los tributos
que caminan hacia la mar!

Efraim




SONRISA MUERTA
Por Efraim Castillo

SÓLO escuchó cuando el médico dijo al anestesista: “¡Duérmela... ya! ¡Le pondremos la cara de una muchachita bonita!” Después no supo de sí hasta que despertó en la habitación del hotel de recuperación, anexo al hospital. Tenía la cara vendada y veía a través de dos orificios dejados en el vendaje. ¿Cómo le habrá quedado el rostro?

Había decidido someterse a aquella operación de cirugía estética, cansada del aspecto feo y triste de su cara. “¡Es una niña sanita y su cuerpecito es igual al de una pequeña reina!”, decían sus padres a las amistades que la miraban, siempre con caras de asombro. Y todo transcurrió así hasta que alcanzó, primero la pubertad y luego la adolescencia. Por suerte, tenía uno de los cuerpazos más despampanantes del pueblo y las expresiones que escuchaba por las calles la dejaban completamente desconcertada:

—¡Tiene cuerpo de gloria y cara de arrepentimiento! —y luego venían las risas, las burlas, los piropos indecentes sobre cómo cubrirle la cara con una almohada al hacerle el amor, o aquello de apagar todas las luces para sólo palparle las carnes de las caderas, de sus tersos muslos, de sus voluminosos y fuertes senos.

Sus tres esposos, luego de saberse de memoria todas las curvas de su prodigiosa anatomía, habían abandonado el hogar en busca de rostros más agraciados; de rostros que pudieran sonreír y no ejecutar muecas miserables al celebrar algún chiste. Porque lo  terriblemente penoso era aquello: no podía ni reír ni sonreír y los repetidos ensayos que había ejecutado frente a una reproducción de La Gioconda, con la expresa finalidad de poder atrapar aquella minúscula pero contundente mueca de felicidad mezclada a la burla, terminaron en desagradables fracasos. Giuseppe, el italiano al que había conocido en Florencia y que se convirtió en su segundo esposo, tuvo el valor de decirle, sin reparos, que su esfuerzo para sonreír era una tenebrosa e infeliz farsa:

—¡No llegarás a ninguna parte con esos ejercicios, mia cara! —le dijo—. Tu rostro es feo de nacimiento. ¡Quédate así porque así te quiero!

Pero Giuseppe, tal como hizo el primero de sus maridos, y también el tercero, terminó abandonándola por una gorda de cara bonita. Al dejar la casa con una tristeza que parecía verdadera, le dijo:

—Me duele hacer esto... ¡pero ya no soporto más el tener que despertarme cada mañana frente a esa cara tuya tan parecida a una máscara!

¡La máscara! Así le decían en los supermercados, en las tiendas, en la fase final de sus estudios universitarios y en el recinto florentino donde realizó una maestría sobre arte etrusco. Pero, ¡ay, si se hubieran imaginado esos grandes, firmes y extraordinarios atributos que poseía bajo ese rostro-mueca, bajo ese disfraz con rasgos que mezclaban la fealdad de un buldog con la espesura facial de un hipopótamo! De noche, luego de las recurrentes y débiles lágrimas derramadas por la autocompasión y la soledad, se daba a la tarea de escribir poemas para nadie, para el viento, para sus mejores aliados: la sombra, la oscuridad inerte y el vacío silencioso de la madrugada.

Tambores:
escucho tambores
en una lejanía de algas.
Tambores de enlace,
de estruendos,
de miserias.
Tambores anunciando
         [un mundo sin rostro...

Los poemas le salían como espasmos… como vibraciones que al brotar la sedaban y liberaban de las congojas producidas por las murmuraciones de los que, agazapados tras las risas, se mofaban de ella. Así, cientos de cuadernos se amontonaban entre rincones oscuros y repisas ensordecidas, manchadas del sudor nervioso de sus manos, o de las lágrimas que de manera constante acudían a sus ojos. Los poemas recorrían las ambigüedades, las sospechas de un mundo que no deseaba reconocer la presencia de los feos, en una sociedad exploradora de los perfeccionamientos del cuerpo y la belleza. Los poemas, inyectados por su pesar, hablaban de la quiebra de las quimeras, de las soledades del alma, de los abatimientos por cuchillo y de las historias donde los vencedores ultrajaban a los cuasimodos, a los patitos feos, a los frankenteins…

Entonces, ¿no fue la mejor salida —aunque algo tardía— someter su horripilante cara no-sonriente a una cirugía estética que le devolviera la alegría del vivir? Sofía, su única y real amiga, fue la persona que le recomendó la operación.

—Debes pensar en una operación estética en tu rostro —le aconsejó Sofía, ayudándola a buscar al mejor especialista.

Y ahora estaba recuperándose, esperando ansiosa a que le quitaran las vendas del rostro para contemplar la nueva expresión de su boca y el rictus sonriente que nunca tuvo. ¡Sí, al fin terminarían los anhelos que desembocan en frustraciones y pesares! ¡Al fin podría mirar, de tú a tú, a todos los que dudaban que ella supiera de la risa, de la alegre risa que pelaba los dientes y los mostraba al sol!

Cuando el cirujano y la enfermera entraron a la habitación, sintió que un escalofrío le recorría la espalda y descendía por sus piernas hasta las puntas de los pies.

—¿Cree que todo ha resultado bien, doctor? —le preguntó al médico con insistencia.

—¡Tendrá la más bella de las sonrisas! —escuchó decir al especialista—. ¿Ve este espejo que la enfermera trae en las manos? ¡Pronto verá en él un maravilloso rostro construido sólo para usted!

Y mientras la enfermera y el médico le quitaban los vendajes, imaginó su nueva faz: un rostro sin muecas, sin líneas adustas, horribles; sin esos trazos salvajes que la habían llevado muchas veces al borde de la locura y el suicidio. Entonces murmuró para sí que ya jamás le vocearían en las calles: ¡Adiós, máscara infernal!, lanzándole los más crueles insultos. Sí, sus pesadillas quedarían atrás, bien atrás, bien distanciadas de ese futuro que se abrirá frente a ella con su nuevo rostro. Ahora sí permitirán que dicte las conferencias sobre las heredades etruscas que los romanos se atrevieron a inventariar como propias; ahora sí podré explicar al mundo, a través de mis innumerables artículos, todo lo grande que fue Frida Khalo, dando detalles precisos de mis aportes a las investigaciones de Bertram D. Wolfe para hacer posible su biografía de Diego Rivera, pensó, mientras las manos del médico y la enfermera quitaban vendaje tras vendaje.

¡Ah, qué emoción sintió cuando la última gasa fue desprendida con cuidado de su frente! Al mover sus músculos faciales sintió que la piel alrededor de sus labios se mantenía rígida y, buscando los ojos del cirujano, descubrió en ellos una mirada de asombro, de incredulidad, al igual que en los de la enfermera.

—¡Mueva los labios! —le pidió el médico—. ¡Mueva los labios, por favor ! —insistió.

—¿Qué pasa, doctor?... ¿Qué sucede? —preguntó asustada al cirujano.

Sin contestarle, el médico le tomó el mentón con una mano, apretando y frotando suavemente sus labios con la otra. Los suaves masajes dados por el cirujano a sus labios, lejos de calmarla, la intranquilizaron hasta el punto de gritar:

—¡Dígame qué sucede, doctor, por favor!

Y fue entonces que escuchó lo que nunca quiso oír:

—¡Algo no ha salido bien, señora!

—¿Qué, qué no ha salido bien, doctor? ¡Dígamelo, por favor... dígamelo, por favor!

Antes de responderle, el médico miró a la enfermera y le pidió el espejo.

—¡Mírese en el espejo! —le dijo.

Al contemplarse, una inmensa alegría la invadió.

—¡No comprendo, doctor! ¿Qué ha salido mal? Ese espejo me está mostrando la más hermosa sonrisa... ¿Soy esa... yo?

Apenado, el cirujano respondió:

—¡Sí, señora! ¡Esa es usted?

—¡Pero no comprendo, doctor! ¡Usted ha dado a mi rostro una hermosísima sonrisa! En verdad..., ¿esa soy yo? ¿Qué ha salido mal?

Tartamudeando, el médico se sentó a su lado en la cama y retiró el espejo.

—Unos músculos de su rostro han sido demasiado estirados, señora. Esa es la razón de la sonrisa. ¡Tendré que volverla a operar lo más pronto posible!

El no salió tan profunda y ásperamente que el médico se puso de pie y la enfermera cubrió sus oídos.

—¡Noooooo, doctor! ¡Usted no tocará esta hermosa sonrisa de mi cara! ¡Esta es la sonrisa que nunca tuve! ¡Usted no me la quitará!

Imaginando que su linda, su extravagante y contagiosa sonrisa, podía ser retirada de su rostro, se lanzó de la cama, empujó al médico y a la enfermera que trataron de detenerla y abandonó, primero la habitación y luego el hotel del hospital, saliendo a la congestionada calle con las ropas de paciente en recuperación. Por las sonrisas que le devolvían los transeúntes comprendió que su vida había cambiado y que la operación —y desde luego su rostro— constituía un verdadero éxito.

Pero su alegría duró muy poco, porque como un violento rayo sintió que una mano muy fuerte agarró uno de sus hombros y, junto a la mano, escuchó una voz ronca preguntarle:

—¿De qué se ríe? —y entonces supo que la tristeza volvería a invadir su vida y fue incapaz de buscar una respuesta con sólido argumento.

—¡No me río... no me río! ¡Fue mi médico... mi médico!—balbuceó.

—¿De qué médico habla? ¡Usted se está riendo de mí!... ¡Se está burlando de mí! ¡Ahora mismo lo está haciendo! ¡Ahora mismo se está burlando de este rostro feo... de mi rostro sin sonrisa... de esta máscara infernal que llevo por cara! —y fue cuando, en una explosión de ira, el hombre desenvainó un largo y afilado cuchillo y le asestó varias estocadas en el pecho.

Comprendiendo que ya estaba muerta, el hombre limpió la sangre del cuchillo frotándolo sobre las mangas de su camisa y huyó, con su rostro amargo, pesaroso y feo, abriéndose paso entre los curiosos que se arremolinaban frente al cuerpo sin vida de la mujer.

Sólo una voz entre la multitud de mirones se atrevió a decir:

—¡Pobrecita!... ¿Por qué la mataron... si tenía una sonrisa tan linda? ¡Mírenla!... ¡Aún la guarda entre sus labios!

1 comentario:

  1. Es muy difícil seleccionar el mejor cuento de Los ecos tardíos y otros cuentos donde Efraim Castillo demuestra su madurez en el género. Creo, sin embargo, que “Sonrisa muerta” es el cuento mejor logrado (o tal vez de mayor impacto en mí) junto con “Paraíso relativo”. El efecto que ambos textos me causaron al leerlos por primera vez viene a mi memoria… cada final me propinó el golpe fulminante de lo inesperado…

    También impactan muchísimo en mis estudiantes de la Universidad de West Indies (Trinidad y Tobago y Barbados.

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