miércoles, 8 de septiembre de 2010

Aquella ciudad que añoramos

Panorámica de la ciudad. Fotografía AGN

(Del libro de Miguel D. Mena: Los años de la arcilla: Haceres literarios de Efraim Castillo)
Miguel D. Mena: Al pensar en el Santo Domingo de su infancia —o Ciudad Trujillo—, tengo que retrotraerme a algunas zonas que a mí me llegaron a tocar, aunque no pude adentrarme en sus esplendores. Aparte del Instituto del Libro, de la Casa Amengual, de la Biblioteca Hostos, había un mundo que, cartográficamente en lo táctil, acababa en la avenida Máximo Gómez. Pienso este ámbito como aquella ciudad ideal clásica, la que estaba delimitada en lo esencial por el sonido de las campanas. Pienso en la apropiación —o intensificación de las experiencias primarias—, para luego llegar a un concepto de corporalidad y pensar en la manera en que ustedes desarrollaron un sentido de pertenencia. ¿Cuál era su ciudad íntima? Hagamos algún ejercicio cartográfico, que para mí no es simple nostalgia, sino el trazo de una ruta emocional. 

Efraím: En Currículum (El síndrome de la visa)El personero Guerrilla nuestra de cada día (cuyo primer título fue Diario de una sanguijuela), las cuales forman una trilogía que explora los cambios fundamentales acaecidos en el país desde los años cuarenta hasta la segunda caída de Balaguer —en 1978—, la ciudad es parte de la trama, es una actante, un functivo, una aglutinante de las pasiones, una esfera de acción para conectar, más allá de la metáfora, a los personajes con lo memorial. La ciudad en mi trilogía se convierte, como la imagen en el cine, en la metonimia pura, pero nunca en una ruta emocional. En sus ocho mil años de historia, la ciudad, la urbe, ha trazado la acumulación de la historia, y la historia no es emoción… la historia es cronología de risas y llanto, de algarabías y espanto y, por lo tanto, de goces y nostalgias.

En Guerrilla nuestra de cada día, Larancuent escribe —refiriéndose al aspecto mortecino que presenta la Güibia de su infancia—:

Güibia ya no pertenece a las chopas, a las muchachas del campo que vienen a trabajar como domésticas en las casas de familia capitaleñas. Ese vocablo, chopa, ajeno por completo al castellano, proviene de la ocupación norteamericana, allá por el 1916, cuando los yanquis entraron, no sólo a sacar ventaja de los malos negocios que hicimos con nuestras aduanas, sino a confiscar y fiscalizar la creciente producción azucarera del país. De shop, que significa —al igual que store— tienda de ventas al detalle, los yanquis del 16 llamaron a la muchacha del servicio, shopper, que suena shoppa en la pronunciación de los norteamericanos de Massachussets, y que significa mandadera, criada o asistente, diferenciándola, así, de la shop-girl, que es la vendedora de la tienda de mercancías al detalle.


Foto: Alfredo Vásquez

Güibia se convirtió, a los pocos meses de inaugurarse su pista de baile, en el lugar adonde acudían las chopas con sus novios, casi siempre obreros de la construcción, los soldados, policías y marineros. Trujillo, para conservar la playa como una atracción para todos los capitaleños, dividió en dos a Güibia, construyendo en la parte Este un balneario exclusivo para familias acomodadas, con un salón de actos y terrazas para contemplar las puestas de sol, al que llamaron Casino de Güibia. Entonces, la playa quedó dividida en dos: un lugar para las chopas, obreros, guardias, policías y marineros, y otro para los riquitos de la zona colonialCiudad nueva, el Ensanche Primavera y Gazcue. Hoy, sin embargo, la parte de las chopas ha sido asaltada, tomada por las huestes de vagos que, cada día, aumentan en Santo Domingo, por lo que la Güibia que formó parte de mi niñez, no es esta que se diluye entre el bombardeo de las aguas negras de miles de alcantarillas que desembocan en sus arenas y las alharacas endemoniadas que se forman allí cuando se cierra la noche.

Para Larancuent, la playa de Güibia no era emoción, sino memoria quebrada, estupefacción, dolor. Esta ciudad que ahora habitamos, contrario a lo que debería responder como hábitat, lo que hace es azotarnos, golpearnos desde el fondo de los recuerdos.

No, Miguel, en esta ciudad ya no se escuchan los sonidos de las campanas. Hoy lo que nuestros oídos perciben es un constante rugir de las iras almacenadas.

Pero no debemos morir del susto, Miguel. Santo Domingo es un río que corre hacia el mar y, como tal, puede ser represada, asaltada, cambiada perpetuamente por los gobernantes de turno. A Balaguer se le ocurrió acorralarla, aprisionarla y vestirla con varilla y cemento —los materiales favoritos de las dictaduras, ilustradas o no—, rompiéndole el corazón a base de hormigón y huesos. Leonel le perforó los intestinos con viaductos estupefactos y ahora la talan, la amordazan, la despedazan con los cuchillos de una intelectualidad trepadora.

No, Miguel, ya esta no es la ciudad de la barbería de Marión, ni de La Margarita, ni de las chopas del Parque Independencia, ni la de Konstantinos Kadafis, cuyos versos:


    No hallarás otra tierra ni otra mar.


    La ciudad irá  siempre en ti…

...me producen ese jaal polaco… esa nostalgia, esa melancolía que vivió Chopin por su Varsovia del alma… ¡y también su furia por no volver a verla como la recordó en su infancia!

Esta ha sido una ciudad reinventada atrozmente, Miguel, una ciudad que si Arnold Toynbee —el historiador para el que las ciudades debían ser, ante todo, centros cívicos organizados y en cuyos edificios (murallas, casas, templos, centros comunales, casa de gobierno, mercados y ágoras) debían guarecerse los «ciudadanos» y su historia— la viera tan burlada, tan violada y socavada, moriría en el intento de descifrar su asesinato.  

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