Panorámica de la ciudad. Fotografía AGN |
(Del libro de Miguel D. Mena: Los años de la arcilla: Haceres literarios de Efraim Castillo)
—Miguel D. Mena: Al pensar en el Santo Domingo de su infancia —o Ciudad Trujillo—,
tengo que retrotraerme a algunas zonas que a mí me llegaron a tocar,
aunque no pude adentrarme en sus esplendores. Aparte del Instituto del Libro, de la Casa Amengual, de la Biblioteca Hostos, había un mundo que, cartográficamente en lo táctil, acababa en la avenida Máximo Gómez. Pienso
este ámbito como aquella ciudad ideal clásica, la que estaba delimitada
en lo esencial por el sonido de las campanas. Pienso en la apropiación
—o intensificación de las experiencias primarias—, para luego llegar a
un concepto de corporalidad y pensar en la manera en que ustedes
desarrollaron un sentido de pertenencia. ¿Cuál era su ciudad íntima?
Hagamos algún ejercicio cartográfico, que para mí no es simple
nostalgia, sino el trazo de una ruta emocional.
—Efraím: En Currículum (El síndrome de la visa), El personero y Guerrilla nuestra de cada día (cuyo primer título fue Diario de una sanguijuela), las cuales forman una trilogía que explora los cambios fundamentales acaecidos en el país desde los años cuarenta hasta la segunda caída de Balaguer —en 1978—, la ciudad es parte de la trama, es una actante, un functivo, una aglutinante de las pasiones, una esfera de acción para conectar, más allá de la metáfora, a los personajes con lo memorial. La ciudad en mi trilogía se convierte, como la imagen en el cine, en la metonimia pura, pero nunca en una ruta emocional. En sus ocho mil años de historia, la ciudad, la urbe, ha trazado la acumulación de la historia, y la historia no es emoción… la historia es cronología de risas y llanto, de algarabías y espanto y, por lo tanto, de goces y nostalgias.
En Guerrilla nuestra de cada día, Larancuent escribe —refiriéndose al aspecto mortecino que presenta la Güibia de su infancia—:
Güibia ya no pertenece a las chopas, a las muchachas del campo que vienen a trabajar como domésticas en las casas de familia capitaleñas. Ese vocablo, chopa, ajeno por completo al castellano, proviene de la ocupación norteamericana, allá por el 1916, cuando los yanquis entraron,
no sólo a sacar ventaja de los malos negocios que hicimos con nuestras
aduanas, sino a confiscar y fiscalizar la creciente producción
azucarera del país. De shop, que significa —al igual que store— tienda de ventas al detalle, los yanquis del 16 llamaron a la muchacha del servicio, shopper, que suena shoppa en
la pronunciación de los norteamericanos de Massachussets, y que
significa mandadera, criada o asistente, diferenciándola, así, de la shop-girl, que es la vendedora de la tienda de mercancías al detalle.
Foto: Alfredo Vásquez |
Güibia se convirtió, a los pocos meses de inaugurarse su pista de baile, en el lugar adonde acudían las chopas con
sus novios, casi siempre obreros de la construcción, los soldados,
policías y marineros. Trujillo, para conservar la playa como una
atracción para todos los capitaleños, dividió en dos a Güibia,
construyendo en la parte Este un balneario exclusivo para familias
acomodadas, con un salón de actos y terrazas para contemplar las
puestas de sol, al que llamaron Casino de Güibia. Entonces, la playa quedó dividida en dos: un lugar para las chopas, obreros, guardias, policías y marineros, y otro para los riquitos de la zona colonial, Ciudad nueva, el Ensanche Primavera y Gazcue. Hoy, sin embargo, la parte de las chopas ha sido asaltada, tomada por las huestes de vagos que, cada día, aumentan en Santo Domingo, por lo que la Güibia que
formó parte de mi niñez, no es esta que se diluye entre el bombardeo de
las aguas negras de miles de alcantarillas que desembocan en sus arenas
y las alharacas endemoniadas que se forman allí cuando se cierra la
noche.
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