sábado, 23 de octubre de 2010

APROXIMACIONES entre las Metonimias de Amado Melo y las Orgánicas de Ureña-Rib


Por Efraim Castillo

EN SU Análisis estructural del relato, Roland Barthes afirmaba que la metonimia es la figura retórica que preside el relato cinematográfico[1]. Aquella enunciación del crítico y semiólogo francés —cuyos textos me deslumbraron placenteramente en los años 70— penetró mi cabeza con la contundencia de un disparo hecho a quemarropa, porque estaba apasionadamente enamorado de la expresión metáfora visual y, de ahí, que cada vez que husmeaba en los tropos, echaba a un lado la metonimia, hundiéndola, inclusive, por debajo de la sinécdoque. Por eso, el choque producido en mí por el enunciado de Barthes me hizo reflexionar acerca de si el arte conceptual no respondería, también, a esa misma teoría, ya que éste, a través de la metonimia —no de la metáfora—, convertía las partes o fragmentos de diferentes objetos en corpus acabados, llevando al lector o espectador a participar de una nueva experiencia estética.
Y recordé a Barthes, precisamente, cuando Amado Melo me llevó a su aglomerado taller de pintura y escultura situado en la parte este de Santo Domingo —ahora convertida en provincia—, con el propósito de que le escribiera unas notas para el catálogo de su próxima exposición. Debo decir que tan pronto eché una ojeada a las pinturas de Melo, sentí penetrar por mis ojos una delgada corriente de frescura, al asociarlas a las orgánicas de Fernando Ureña Rib, consideradas por mí como su mejor producción. Ureña Rib, en sus orgánicas, buscaba un correlato entre hombre-naturaleza, insertando en sus objetos la fragmentación de un escenario trascendente, en donde los órganos reproductivos del ser viviente se transfiguraban, internándose —pero sin violentar— la noción aristotélica que toca los medios específicos de vida (vegetativo, sensitivo e intelectivo) en una particular percepción objetual, y convirtiendo el propio fenómeno en pura sensualidad. 

Fernando Ureña-Rib
Desde luego, las pinturas de Melo están distanciadas de las de Ureña Rib por tres densas décadas, que no sólo registran la más alta maduración tecnológica de la historia, sino que, además, han sido portadoras —por su alto contenido polisémico— de la estruendosa carga de eso que Hans Magnus Enzensberger enuncia como «una escenificación permanente de mercancías, escaparates, tráfico y publicidad, pero que, de la misma manera que dominan los centros urbanos públicos, también lo hacen con los interiores privados»[2]

Germinaciones II. Fernando Ureña-Rib
Son esas dolorosas décadas las que han propiciado que Melo, yéndose hacia una orilla de más profundidad conceptual, esboce un sentido de especulación sobre las esferas de lo sensual que Ureña Rib referenciaba sólo a través  de la metanarración. De ahí, a que el fragmento en Melo devenga en una pura metonimia, en una segmentación que permite la búsqueda de contacto con las demás piezas del objeto hasta formar una unión, una transferencia… definitivamente una trascendencia visual de la misma esencia estética. 
Amado Melo
Algunos críticos tratarán de buscar semejanzas, ciertos atisbos surrealistas en la obra de Melo, pero tal búsqueda será en vano. La pintura de Melo está mucho más acá, más próxima a la reducción que a la profanación de la subversión automaticista. Posiblemente —y digo posiblemente porque considero que Melo está en el borde mismo, en esa frontera donde sólo el impulso es viable— este artista podría girar, en un futuro cercano, hacia un reduccionismo donde la estética no cuestione los ámbitos perceptuales.  
Biológicamente (Baní, 1964), Amado Melo debería pertenecer a la generación del 80 (Luz Severino, Elvis Avilés, Diógenes Abreu, Jesús Desangles, Radhamés Mejía y Gabino Rosario, entre otros), la cual se asentó desde muy temprano en un posmodernismo que buscaba, «tras la pérdida de credibilidad de las metanarrativas, una ruptura epistémica[3]», como afirma Jean-François Lyotard. Sin embargo, Melo no emergió de la academia, como los demás componentes de la generación del 80, ya que su formación provino de la arquitectura, un campo ligado históricamente al arte y cuyo punctum, al igual que el de la fotografía, se encuentra en la luz, en la pura esencia, y cuyo perfil académico fue rescatado en 1806 por Napoleón, cuando resucitó la vieja Escuela de Bellas Artes de Paris, la cual se enfrentó a la Escuela Politécnica, fundada por la burguesía industrial en 1794, en los años agonizantes de la Revolución francesa.


Obra de Amado Melo

La rivalidad de estas escuelas fue la que inició la ruptura entre las nociones de construcción y arquitectura; es decir, entre la idea de lo útil y la idea de lo bello.
Antes de graduarse como arquitecto (promoción 1986-92 de Unibe), ya Melo había estudiado dos años en la Escuela de Bellas Artes de Baní, su ciudad natal, estudios que lo catapultarían, más tarde, a abandonar la carrera de arquitecto para dedicarse por completo a la pintura y la escultura.
Por su formación autodidáctica, libre de ciertas ataduras academicistas, Amado Melo evoca en sus pinturas una vinculación objetual de múltiples apariencias, pero siempre apegada a los fundamentos del arte conceptual, donde sujeto y objeto se unen en una estética trascendente, deslizándose a través de un discurso creativo apoyado en fragmentos que, a su vez, representan sugerencias de ricos contenidos y que esta séptima exposición individual reafirma.
A través de un conjunto de obras que se vuelcan en metonimias, en pedazos de representación, Melo, desnudo de artificios anecdóticos, posibilita una noción de lo objetual, confirmando el enunciado de Sol LeWitt (1969), meses después de haber expuesto sus dibujos en la Galería Paula Cooper, de Nueva York, cuando afirmó «que no todas las ideas artísticas precisan estar dotadas de una forma física».
No obstante, estas metonimias de Amado Melo, modificando los lenguajes secretos y múltiples de sus contenidos, posibilitan la pluralidad de una íntima comunicación entre creador-lector, o más sencillo aún, estructuran una codificación abierta, simple y esplendente entre concepto e historia.
Santo Domingo. Marzo 18, 2004.



[1] Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1978.
[2] (Hans Magnus Enzensberger, Elementos para una teoría de los medios de comunicación, Barcelona, Anagrama, 1981, pp. 39-40.
[3] Citado por P. Anderson en Cristalización, en Los orígenes de la posmodernidad, Anagrama, p. 39

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