Por Efraim
Castillo
EN SU Análisis estructural del relato,
Roland Barthes afirmaba que la
metonimia es la figura retórica que preside el relato cinematográfico[1].
Aquella enunciación del crítico y semiólogo francés —cuyos textos me
deslumbraron placenteramente en los
años 70— penetró mi cabeza con la contundencia de un disparo hecho a
quemarropa, porque estaba apasionadamente enamorado de la expresión metáfora visual y, de ahí, que cada vez
que husmeaba en los tropos, echaba a un lado la metonimia, hundiéndola,
inclusive, por debajo de la sinécdoque. Por eso, el choque producido en mí por
el enunciado de Barthes me hizo reflexionar acerca de si el arte conceptual no
respondería, también, a esa misma teoría, ya que éste, a través de la metonimia
—no de la metáfora—, convertía las partes o fragmentos de diferentes objetos en
corpus acabados, llevando al lector o
espectador a participar de una nueva experiencia estética.
Y recordé a Barthes, precisamente, cuando Amado Melo me
llevó a su aglomerado taller de pintura y escultura situado en la parte este de
Santo Domingo —ahora convertida en provincia—, con el propósito de que le
escribiera unas notas para el catálogo de su próxima exposición. Debo decir que
tan pronto eché una ojeada a las pinturas de Melo,
sentí penetrar por mis ojos una delgada corriente de frescura, al asociarlas a
las orgánicas de Fernando Ureña Rib,
consideradas por mí como su mejor producción. Ureña Rib, en sus orgánicas, buscaba un correlato entre
hombre-naturaleza, insertando en sus objetos la fragmentación de un escenario
trascendente, en donde los órganos reproductivos del ser viviente se
transfiguraban, internándose —pero sin violentar— la noción
aristotélica que toca los medios específicos de vida (vegetativo, sensitivo e
intelectivo) en una particular percepción objetual, y convirtiendo el propio
fenómeno en pura sensualidad.
Fernando Ureña-Rib |
Desde luego, las pinturas de Melo están
distanciadas de las de Ureña Rib por tres densas décadas, que no sólo registran
la más alta maduración tecnológica de la historia, sino que, además, han sido
portadoras —por su alto contenido polisémico—
de la estruendosa carga de eso que Hans
Magnus Enzensberger enuncia como «una escenificación permanente de
mercancías, escaparates, tráfico y publicidad, pero que, de la misma manera que
dominan los centros urbanos públicos, también lo hacen con los interiores
privados»[2].
Germinaciones II. Fernando Ureña-Rib |
Amado Melo |
Algunos críticos
tratarán de buscar semejanzas, ciertos atisbos surrealistas en la obra de Melo,
pero tal búsqueda será en vano. La pintura de Melo está mucho más acá, más
próxima a la reducción que a la profanación de la subversión automaticista. Posiblemente —y digo posiblemente porque considero que Melo
está en el borde mismo, en esa frontera donde sólo el impulso es viable— este
artista podría girar, en un futuro cercano, hacia un reduccionismo donde la
estética no cuestione los ámbitos perceptuales.
Biológicamente (Baní,
1964), Amado Melo debería pertenecer a la generación
del 80 (Luz Severino, Elvis
Avilés, Diógenes Abreu, Jesús Desangles, Radhamés Mejía y Gabino Rosario, entre otros), la cual se asentó desde muy temprano en un
posmodernismo que buscaba, «tras la
pérdida de credibilidad de las metanarrativas, una
ruptura epistémica[3]», como afirma Jean-François Lyotard. Sin embargo, Melo no emergió de la academia, como los
demás componentes de la generación del 80, ya que su formación provino de la
arquitectura, un campo ligado históricamente al arte y cuyo punctum, al igual que el de la
fotografía, se encuentra en la luz, en la pura esencia, y cuyo perfil académico
fue rescatado en 1806 por Napoleón, cuando resucitó la vieja Escuela
de Bellas Artes de Paris, la cual se enfrentó a la Escuela Politécnica, fundada por la
burguesía industrial en 1794, en los años agonizantes de la Revolución francesa.
Obra de Amado Melo |
La rivalidad de estas escuelas fue la que inició la ruptura entre las
nociones de construcción y arquitectura; es decir, entre la idea de lo útil y la idea de lo bello.
Antes de graduarse
como arquitecto (promoción 1986-92 de Unibe),
ya Melo había estudiado dos años en la Escuela
de Bellas Artes de Baní, su ciudad natal, estudios que lo catapultarían,
más tarde, a abandonar la carrera de arquitecto para dedicarse por completo a
la pintura y la escultura.
Por su formación autodidáctica, libre de ciertas
ataduras academicistas, Amado Melo evoca en sus pinturas una vinculación objetual de múltiples
apariencias, pero siempre apegada a los fundamentos del arte conceptual, donde sujeto y objeto se unen en una estética trascendente, deslizándose a través
de un discurso creativo apoyado en fragmentos que, a su vez, representan
sugerencias de ricos contenidos y que esta séptima exposición individual
reafirma.
A través de un conjunto de obras que se vuelcan
en metonimias, en pedazos de representación,
Melo, desnudo de artificios anecdóticos, posibilita una noción de lo objetual, confirmando el enunciado de
Sol LeWitt (1969), meses después de haber expuesto sus dibujos en la Galería Paula Cooper, de Nueva York, cuando afirmó «que no todas las ideas
artísticas precisan estar dotadas de una forma física».
No obstante, estas metonimias de Amado Melo, modificando los lenguajes secretos y
múltiples de sus contenidos, posibilitan la pluralidad de una íntima
comunicación entre creador-lector, o más sencillo aún, estructuran una
codificación abierta, simple y esplendente entre concepto e historia.
Santo Domingo. Marzo 18, 2004.
No hay comentarios:
Publicar un comentario