miércoles, 6 de octubre de 2010

Sociología del Amor



Por Efraim Castillo

1. Introducción

H
emos escuchado tanto la palabra amor, que sin detenernos a analizar su significado, su etimología o su historia, nos imaginamos que siempre ha estado ahí, dispuesta a dejarse pronunciar con voz tenue y melancólica para auxiliarnos cuando, frente al ser que nos interesa atraer o gratificar, la empleamos a fondo y con ciertas descargas emocionales y sentimentales, muchas veces sin medir los alcances de su contenido y, por lo tanto, sin importarnos mucho las consecuencias que nos deparará al usarla.
Por eso todos —o casi todos— los humanos, a partir de cierta edad, hemos empleado la palabra amor en algunos de sus tiempos y singularidades, ya sea diciendo te amo, te amé, te amaré, nos amamos, me amó, pude amarla o amarlo, etcétera. Inclusive, para librarla de ciertas cargas, nos auxiliamos del verbo querer, empleado en muchos países como su sustituto, pero que no nos sirve de mucho cuando el objeto del afecto es Dios, porque a nadie se le ocurriría decir yo quiero a Dios, ya que, desde los griegos, Zeus —el Dios tronante del Olimpo— es el amor puro y de ahí, entonces, que la oración correcta para practicar la adoración sea yo amo a Dios. Así, en cualquier diccionario aparecerá el significado de querer como ambicionar, codiciar, pretender, tratar, perseguir, y el de amar como adorar, desear, siempre insertando la utilización hacia lo abstracto, ya que la dimensión del amor puede ser infinita, sobre todo si lo vinculamos con lo espiritual. Al respecto, recuerdo cuando mi madre, con voz melosa, me preguntaba en mi niñez hasta dónde la amaba y yo le respondía que hasta la bolita del mundo… ¡y más allá!  

2. Pero, ¿qué es el amor?

Pero, ¿qué es, en realidad, el amor? ¿Significa esa palabra, acaso, lo que sentimos verdaderamente por algunas personas cercanas a nosotros (madre, padre, abuelos, hijos, esposa o esposo, amigos, héroes) y que los griegos sólo utilizaban para endosársela a sus dioses? 
La palabra amor, como todos los signos lingüísticos —esas unidades mínimas de la oración— tiene su significado y su significante, pero desde luego, no como el signo caballo, cuyo significado es el propio equino, o como el signo carro, cuyo significado es el vehículo de motor que todos conocemos, ya que todo signo lingüístico, como evocación y representación de una idea u objeto, es un fenómeno meramente cultural y, por lo tanto, una invención del ser humano. Para dar un ejemplo de esto, me atrevería a decir que el vocablo piedra podría muy bien representarse por otro signo, ya que ese objeto mineral existía mucho, muchísimo antes de que el ser humano lo denominara así. Pero el amor, como un afecto o sentimiento que ha evolucionado dentro del propio hombre, es un valor puramente abstracto y, por lo tanto conceptual, al cual valoramos desde el estallido de un goce, pero nunca desde una emoción.
Los griegos, cuyos filósofos —presa del asombro— se atrevieron a especular con lo invisible, con esas poderosas corrientes que se mueven constantemente en nuestro cerebro, utilizaron cinco palabras para significar el amor:

a)     Epithumia,
b)     Eros,
c)      Storge,
d)     Phileo, y
e)     Ágape.

Epithumia es de donde proviene el vocablo epítome, que representaba para los griegos ese deseo fuerte, algunas veces bueno, otros malos, y que se vinculaba al corazón para endosarle los anhelos. En la Biblia griega se utilizaba epithumia de la misma manera, a veces en sentido negativo, traduciéndola como  codicia, y otras en sentido positivo, trasladándola como deseo. El vocablo eros era utilizado por los griegos para expresar el romance; desde luego, un romance emparentado a lo carnal, incluyendo la idea de amar y poseer. El tercer vocablo griego, storge, era utilizado para representar un afecto de posesión, el cual podríamos definir, ahora, cuando enlazamos la relación existente entre un matrimonio de varios años, en donde la pareja siente que ambos se pertenecen, aún el fuego de la pasión se haya desvanecido por el peso de lo biológico. Phileo, el cuarto vocablo utilizado por los griegos para referirnos al amor, fue empleado a menudo en el Nuevo Testamento como un adjetivo —filial— para denominar un tipo de amor hacia los hijos; desde luego, el amor filial es un afecto de relaciones consanguíneas o familiares que puede explayarse hacia lo social, tal como era esgrimido por los griegos. Ágape, el quinto vocablo griego, se utilizaba para nombrar el amor desinteresado, ese sentimiento de abnegación total del ser humano para darse sin esperar nada, y en el que Rotary se ha apoyado para construir su filosofía de servicio: dar de sí antes de pensar en sí.

3. Origen de la palabra amor

Sin embargo, la palabra amor, a pesar de su raíz latina, tiene un origen etrusco y su descomposición nos remite a lo infinito: a, que como prefijo significa no, y mor, que se traduce como muerte. O sea, el amor es la no-muerte, reafirmando los romanos en su lengua que el amor está más allá de la muerte, un concepto que, para mí, es la cima, la síntesis de todas las mezclas culturales. Pero también el vocablo inglés love tiene su raíz en live, vivir; y la palabra alemana lieben, tiene la suya en liber, un vocablo latino que debe traducirse como libre.
Pero como la verdadera raíz de casi todas las lenguas cultas es el sánscrito (ya sean indoeuropeas o nilo-saharianas), y la lengua etrusca, como la misma griega, tiene un origen indoeuropeo, podría ser que amor provenga del vocablo sánscristo amara, que significa inmortal, y que vendría a tener la misma definición del latín, y que una de las lenguas nilo-saharianas más influyentes en el oeste europeo y descendiente del sánscrito —la bereber—, la utilizó para representarla como madre. Sin embargo la palabra sánscrita que significa amor es Abhinivesha, amor a la vida, miedo a la muerte, deseo de continuidad y apego a la existencia.

4. El amor como afecto hacia lo divino

Pero ese sentimiento, ese afecto que evolucionó como concepto desde el estremecimiento animal del australopitecus y el imperio de las feromonas y sus mensajes químicos, hasta el asombro hacia lo invisible del pensador griego, fue magistralmente sintetizado por el filósofo danés Sören Aabye Kierkegaard, llamado el poeta de Dios, como una noción «anclada en la más honda interioridad del hombre, logrando que a través de él se logre la absoluta igualdad entre los seres humanos».
Al respecto, Kierkegaard fundó la más hermosa teoría para distinguir los tres elementos que dinamizan el amor:
a)     el amante,
b)     el amado y
c)      lo que está entre ellos.

Este tercer elemento que logra integrar el amor, es para el filósofo danés, desde luego, la presencia de Dios, la cual equilibra y sostiene el sentimiento entre el amante y lo amado, transfigurándolo en una pura esencia. Esta percepción Kierkegaard la define como «una expresión donde el amor de sí queda vinculado al amor del prójimo y a la felicidad que brota desde esta maravillosa fusión», afirmando que «el signo último, más feliz e incondicionalmente convincente del amor, es éste: el amor mismo, que es conocido y reconocido por el amor en el otro».
En la teoría de Kierkegaard el amor es «la suprema perfección», porque —y tal como lo expresaban los griegos— «representa a Dios», sosteniendo el filósofo danés que «la relación a través del amor supera el egoísmo, instaurando la igualdad entre los seres humanos a través de Cristo.»

5. Los estadios del amor para Kierkegaard

Para Sören Kierkegaard son tres los estadios que permiten a los individuos llegar, existencialmente, al saber de la vida, echando a un lado esa angustia que nos roe por el miedo a la muerte:
1.       El estadio estético,
2.      El estadio ético, y por último,
3.      El estadio religioso.
Desde luego, es a través del amor donde, precisamente, Kierkegaard desarrolla mejor la esquematización de estos estadios, ya que en el estadio estético se valora el goce y la temporalidad; en el estadio ético el deber sitúa el amor en un clima adecuado, potenciando la cualidad amorosa y declarando puro y bueno todo lo que procede del amor; y en el estadio religioso, no tiene cabida la racionalidad, sino el salto al vacío hacia la Fe y a los imperativos religiosos. Para Kierkegaard la Fe va más allá del ideal ético de la vida y «la figura que mejor encarna este estadio es Abraham, quien está dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac porque así se lo ha pedido Dios.»
La politóloga alemana Hanna Arendt, nacionalizada norteamericana, el gran amor secreto del filósofo alemán Heidegger, el cual, precisamente, fue uno de los grandes admiradores y defensores del pensamiento de Kierkegaard, le dice a Heidegger en una carta que, entre ellos, faltaba «algo muy elemental», algo que, más tarde en su libro Vita activa, ella denominaría como el espacio intermedio del mundo, eso que conocemos como pasión, y que a través del amor aprehende solamente el quién del otro, por lo que se deshace como en llamas ese espacio intermedio del mundo que nos une unos con otros y a la vez nos separa de ellos». Para Hanna Arendt lo que separa a los amantes del mundo común es el hecho de, necesariamente, carecer del mundo, de ese mundo que para muchos amantes está prohibido.»
Como una reafirmación en la evolución cultural de ese sentimiento —que para Sigmund Freud, junto al de la pena y del odio sirven para esclavizarnos al otro—, José Vasconcelos, el eminente político y pensador mexicano y creador de la más ardiente revolución cultural de Latinoamérica, afirmó que «amar, es entre todos los sentimientos del alma, el que más se parece a la eternidad, el que más nos acerca a ella». El pensamiento de Vasconcelos no hace más que reafirmar lo que para los vedas, sumerios, griegos, latinos y cristianos ha sido la explicación de la razón primordial de la existencia: sólo dándonos al otro emigramos hacia lo inmortal. Y es por eso que entre las grandes obras del patrimonio cultural universal sobresale el Nuevo Testamento como líder del amor y del perdón.

6. El concepto amor en las grandes obras bibliográficas

En un pequeño estudio que realicé sobre algunas obras bibliográficas, me sorprendí de que en La Ilíada la palabra amor y sus relacionadas aparece sólo 16 veces; en el Diario de un naturalista, de Charles Darwin, 6 veces —y ni una sola en su obra primordial, El origen de las especies—; 10 veces en Mi lucha, de Adolfo Hitler; 5 veces en La división del trabajo, de Emile Durkheim, uno de los padres de la sociología; una sola vez en Mis creencias, una vasta recopilación del pensamiento de Albert Einstein; 94 veces en el Viejo Testamento, de las cuales 33 pertenecen a los salmos y otros escritos de David, y 17 a los de su hijo Salomón. Todas estas palabras suman 189, mientras que en una sola obra, el Nuevo Testamento o la obra de Jesús, la palabra amor es citada 148 veces.
Esta simple aritmética nos empuja hacia una conclusión también sencilla: que Jesús, con el ejemplo de su vida, nos enseñó la trascendencia del amor; nos marcó una senda donde el odio, la pasión desenfrenada, la venganza, la apatía y el rencor, sólo pueden ser erradicados a través del más puro de los sentimientos, el amor, ese amor vinculado al sacrificio, al perdón y a la búsqueda de la esencias divinas, tras reconocer nuestras imperfecciones.
Así, lo que fue un afán de reproducción signado por la atracción carnal en el paleolítico; lo que mantuvo al ser humano durante siglos aterrado por el ojo por ojo y diente por diente; lo que se constituyó en un espanto permanente ante el engañoso tótem; lo que envileció a pueblos enteros por el flagelo de la esclavitud… ¡se convirtió a través de Jesús en esperanza, en redención, en una sustancia que no vemos, pero que sentimos, y que nos ata al otro y a Dios!
Sí, lo podemos afirmar a los cuatro vientos, que ese pasado oscuro, tenebroso, vengador, se tornó en luz, en comprensión, en sabiduría… ¡en el más puro amor!



Santo Domingo, D.N. Febrero 7, 2005.

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