viernes, 21 de mayo de 2010

Revelación del clítoris



Oculto entre el bosque de hebras, sigiloso,
desolado e impaciente, aguarda tu clítoris
 la unción de la carne: el frote furioso
de nuestros cuerpos en el cosmos.
Al enroscarlo entre mis dedos
siento el rumor  de una instancia
donde el éxtasis se funde con el cielo:
entonces por tus labios brota la miel,
vuelan las palomas entre tus senos
florecen en tus ojos aquellas primaveras
perdidas en la alborada.
Tu clítoris es el éter inundando mi boca,
tocando el vacío ardiente de mi lengua.
Tu clítoris es la montaña del Nirvana,
la ambrosía prometida en aquella quimera,
resucitando el gozo desde lo eterno.

Puedes hacerlo, Lorena



La historia de Lorena Bobbitt acude a mí
y rememoro las viejas venganzas: ato y desato
las claves silentes, los envoltorios estancados;
percibo los viejos rejones sepultados de llanto
y nada revuelve la convicción del olvido.
Y como apaciguamiento, como vertebración
de esta historia de supresiones, te lo ruego, Lorena,
¡puedes hacerlo!, pero limpiamente,
sin arrugas, como quien corta una fruta
y la desnuda de color. Hazlo rápido, sin necesidad
de aguardar la quebrada noche con su madrugada silente.
Hazlo sin avisos ni resquemores, sin guantes ni terciopelos;
déjame sentir tus manos, tus uñas deslizándose
por la vergüenza que ocultó el Éufrates
para vertebrar los odios. 

miércoles, 19 de mayo de 2010

Poema inédito de Efraim Castillo


Trampa en el sol cambiante



No, no he venido a preguntarte por Cirilo ni Metodio,
ni siquiera por Ladislao o por Wojtyla.
Nada deseo saber de Mieszko, viejo domador de estrellas,
ni de Boleslao I, El Valiente, al que ves de tarde morir con el sol.

Nada me inquieta de tus pensamientos que atraviesan 
Lód’z, caminando desde Varsovia o nadando sobre el Vístula
para luego introducir tus pies de ballerina
en las frías aguas del Mamry.

De nada valdrán las prontas y cambiantes
intenciones de tus ojos al pensar en los Cárpatos,
en el alto Rysy, con sus canas invernales,
en las vastas dunas bañadas por el Báltico,
ni en ese desconocido que enfrentó al Panzer Heinrich
desde un delgado corcel de viento.

He venido completamente desnudo de intenciones;
sólo con una esperanza apretada entre mis manos;
con estos pasos de ritmo tembloroso y el dejo de ir o no ir,
de un hacer o no hacer y la decisión de parar tu llanto.
Podría adivinar la trampa circundante,
la pesada cruz de haber conocido lo mejor de Marx
y la torcida intención de los que equivocaron el discurso
aposentados en las brumas del caos,
para inventar un proyecto con barrotes de acero,
un paraíso con ángeles sin alas y sueños inducidos.

Esta trampa no podrás verla en Marx,
ni en el afilado pensamiento de Lenin,
ni en la brisa púrpura de Octubre.
Ese falso espejo, ese delgado equilibrio
que se retuerce bajo tus pies,
no es más que la ruptura de la emoción mayor,
esa membrana como ala de mariposa
que orienta cada pasión y cada goce esplendente.

¿No estarán gimiendo tus recuerdos?
¿No golpearán las desigualdades tus sienes?
¿Acaso Friedman tendrá la razón de la historia?

Podría, entonces, adivinar tus tristezas
el sabor de la duda sobre si la materia
moldeada responde al nombre de hombre
y será capaz de adaptarse a las rupturas
como sanguijuela en el oscuro lodo
o como colibrí en el espacio del jardín.

Habría que dilatarse y caminar los tiempos,
cobijar la desesperanza que arropa,
respaldando una ecuación de luz,
y replantear si aquella cárcel de alas rotas
fue o no mejor infierno que este paraíso
de precios libres, de virgos y de cabizbajas gentes
caminando alrededor del dolor y del tiempo.

Habría, ¡oh, ángel de mirada distante!,
que almacenar quásares y migajas
para que la ecuación final
—no la que se grita como el fin de la historia—
devenga en cuasi/exacta y definitoria.

Mientras tanto, ¡oh amiga dulce y triste!,
sentémonos en el balcón a mirar caer la tarde;
contemos por instantes cada hoja estremecida,
cada mariposa que vuela, cada estela sosegada
y luego descansar tu cabeza entre mis piernas,
colocando cada pensamiento sobre Wroclaw,
sobre el río Older, sobre el Bug y el lago Sniardwy
al lado de los míos sobre Barahona y su espantada sal,
o sobre el cansado Yuna y su recorrido de penas,
separando la alegría polaca de la esperanza caribeña.

Así, nadie podrá interceder ni a favor ni en contra
de estos pensamientos yuxtapuestos,
de estos vuelos libertarios de la mente y la pasión.
Entonces arribaremos a la fuente primaria
más allá de esta trampa en el sol cambiante.

miércoles, 12 de mayo de 2010

La caída de Armando Almánzar Botello

La caída de Armando Almánzar Botello
Por Efraim Castillo
CADA REUNIÓN  CON Armando Almánzar Botello se convierte en una ascensión hacia el límite de los razonamientos, hacia esa zona en donde se corre el peligro de atascarse en el desagüe donde se quiebra la episteme, o si se tiene menudo para devolver, introducirse con cuidado, ¡con mucho cuidado!, en el tabernáculo donde se sientan a intercambiar genialidades los pensadores, artistas y relatores del libro-mundo, el gran archivo de la sabiduría, que es donde se registran los grandes saltos de la historia.

Es posible que tu navegador no permita visualizar esta imagen.Armando Almánzar Botello.
En ese altar a donde hay que ascender para blandir un tú-a-tú con Armando, pueden representarse los más atrevidos diálogos con Lacan, Levi-Strauss, Baudrillard, Bloch, Adorno, Deleuze, Barthes, Guattari, Nietzsche, Heidegger, Benjamin, Mauss, Erasmo de Rotterdam y otros, por uno de los lados, y Bacon, Da Vinci, Picasso, De Kooning, Bense, Pollock, Siqueiros y Magritte, por otro; mientras en el background acechan Kafka, Shakespeare, Tolstoi, Cortázar, Sartre y el inefable Borges, para acentuar las contradicciones y sospechas de que los pasados griego y romano están a punto de expirar, tras una prescripción de ultramodernismo a ultranza.
Pero lo crucial en la representación de la escena donde Armando establece el pattern, la configuración del diálogo, es cuando él extrae de su numen una relación fragmentaria de aforismos y, con la maestría de un inquisidor consuetudinario, lanza sin protocolos y sin prisa, sus metáforas abisales, esos tropos ahítos de significaciones que siempre exploran los confines del pensamiento humano y las representaciones en donde han dado saltos… con tropiezos y caídas.
Asimismo, en las reuniones con Armando oscila algo peligroso, y es cuando éstas se convierten en una no-reunión, en una desambiguación donde lo polisémico se controla a través de lo vital, de la esencia que fluye desde la misma organicidad contextual a que el filósofo somete sus angustias, como cuando en la pasada Semana Santa sufrió una caída que convirtió, ipso facto, en sustancia apta para reivindicar la poética:
    “La magulladura proteiforme que se me presenta como efecto de la caída que sufrí en mi casa la pasada Semana Santa, se ha tornado en mi muslo izquierdo de un color morado-sanguinolento y se extiende sigilosamente hacia la región del pubis”.
 Así, como un pretexto para explayarse hacia las interrogantes que han motivado su propio discurso, Almánzar Botello sigue —como Ernst Bloch— las huellas que estructuran su auto-narración, sus alegatos históricos, inverosímiles, sarcásticos, pluridimensionales y aleatorios, para ensamblar una poética configuradora de sí mismo:
    “Aparece, ahora, sorpresivamente, una maravillosa y surrealista confección carnal o novísimo diseño plástico en el pubis. Mi cuerpo intensivo palpita en proceso... Junto con los trazos de improviso polícromos en el dolorido muslo contuso, estos cambiantes diagramas abstractos ofrecerían, a la minuciosa inspección estética de un Max Bense, el coeficiente de tensión angular que implacable sugiere, al ojo sensible del artista, por supuesto, el esplendor de los cuadros siempre actuales de Arshile Gorky, Jackson Pollock y Willem de Kooning”.
Que alguien me diga, o me grite, o me corrija, si no resulta una verdadera proeza el convertir una singularidad fenomenológica, surgida ésta desde el aposento de la propia zozobra, en un texto que abate, desintegra y pervierte el dolor, convirtiéndolo en pasión e historia!
    “En este interesante caso del accidente, resbalón o caída desde mis propios pies, la tela viva, palpitante, dolorida, es mi piel en convulsión estético-traumática. Mi propio esqueleto estremecido sería el caballete y el marco o parergon. El artista podría ser Dios, mi Mujer, el Agua derramada en el piso, el Golpe, o el Azar. ¿O quizá yo mismo, por distraído, pero me da vergüenza  reconocerlo? No obstante, se requiere de una voluntad formal que oriente y seleccione los acontecimientos...”
Lo verosímil de La caída de Armando —y la probabilidad de su conversión en un punctum donde aflore el aura estremecida de Benjamín—, se basa en lo abisal, en el estremecimiento que despeja la sospecha del alarde, del sarcasmo, convirtiendo el texto en una estética donde lo imaginario del dolor se convierte en rito.

Abril, 2010.

http://cazadordeagua.blogspot.com/2010_04_01_archive.html

domingo, 9 de mayo de 2010

El Día de las Madres:


La plenitud de amar y ser amados

Por Efraim Castillo


HAY UNA PALABRA en sánscrito
—jgdiMbka— que es de donde —probablemente— se desprende ese maravilloso vocablo que conocemos como madre y que ha sido el vínculo significante para atar al ser humano a la familia, a la sociedad y al tejido de la historia. Ese vocablo sánscrito le fue otorgado a la Suprema Shakti, la diosa que era considerada la madre del mundo para los vedas.

Muchos filólogos, tal vez tratando de ignorar la raíz común del sánscrito para la mayoría de los lenguajes occidentales, han denominado ese idioma como el proto-indoeuropeo, cuyo origen lo registran con más de 6 mil años de antigüedad. Sin embargo, por más vueltas que he dado alrededor y dentro de esa espesa maraña de jergas y dialectos escritos y hablados por las tribus y reinos que poblaron las geografías de la Anatolia y las orillas de los ríos Tigris y Eufrates, siempre arribo a la misma salida: el sánscrito —u otra lengua védica— fue el origen de los significados y significantes de donde emergieron casi todas las lenguas aposentadas desde los himalayas hasta el Atlántico y que, por debilitamientos de las civilizaciones que las sostuvieron, se dividieron en indo-europeas y nilo-saharianas, teniendo como enclave —para su decadencia o fortalecimiento— el Asia Menor, en el cual los hititas, sirios, hurritas y sumerios las tomaron para sí y las transformaron.

Como la lengua hablada es un organismo vivo, que fluye y confluye, que pierde y gana palabras, aquel vocablo sánscrito —jgdiMbka— se convirtió, por influencia del indo-ario, en Amor para los etruscos y luego, cuando esta civilización fue absorbida por los latinos, tuvo una variante a Mater o Matris; transformándose para las lenguas nilo-saharianas en la palabra Ama, que los beréberes —durante las guerras púnicas, doscientos años antes de Cristo — llevaron hasta la Montaña Navarra, cuando veinte mil de sus hombres desertaron del ejército de Aníbal al cruzar los pirineos por miedo a enfrentarse a las legiones romanas, refugiándose en lo que es hoy el país de los vascos.

Así, como quiera que se mueva la coctelera de la evolución de las lenguas, la palabra madre está conectada a la lalación, a ese sonido de necesidad, de apego, de búsqueda de calor de los niños cuando desean chupar la teta vital, o cuando necesitan la protección de ese ser que los abriga y que ellos, al no poder expresarlo de otro modo, lo hacen con esos mmmmm que articulan como si buscaran un norte, una luz de resguardo… o un cariñoso amparo.

Cuando el alemán dice mutter sabe que está llamando o refiriéndose al ser que lo trajo al mundo. Y cuando expresa mutterland sabe que está invocando a la madre patria, al igual que lo hacemos nosotros cuando pensamos en esta Quisqueya que nos duele en lo más profundo del alma, tal como hacían los vedas al implorar a su diosa Shakti, y los sumerios, y los egipcios cuando crearon la frase nunca olvides lo que tu madre ha hecho por ti; y los griegos y los romanos, cuando personificaron en las diosas Rhea —la madre de Júpiter, Neptuno y Plutón— y Cybeles, porque al hacerlo, no sólo invocaban el amparo de lo desconocido, sino que se vinculaban al milagro encarnado en el sagrado útero materno, en esa maravillosa matriz desde donde han brotado todas las prodigiosas aventuras del ser humano.

Lo importante, entonces, es hacerse una pregunta: Si el hombre ha conocido la importancia de la maternidad, ¿por qué tuvo que aguardar hasta el Siglo XVII, para que los ingleses accedieran a que sus trabajadores, que no tenían días de descanso, pudiesen dedicar un día a servir a la madre, honrando a todas las mujeres de Inglaterra que habían parido con una torta que fue llamada precisamente así —The mother’s cake—, que se disfrutaba el Mothering sunday, y que cien años después, Julia Ward Howe, sugirió en los Estados Unidos que se dedicara un día al año a la madre, el cual, también, podría ser llamado El día de la paz?

La respuesta a esta pregunta sólo podría ser manifestada desde la propia necedad humana.

La sugerencia de la señora Ward Howe, que se había efectuado en 1872, vino a tener eco en 1905, en la voz de Ana Jarvis, una joven de Philadelphia, cuya madre había muerto prematuramente y que, sin reponerse aún de su dolor, decidió que a las heroínas de la especie humana era preciso reconocerles con un día muy especial; un día para rendir tributo a sus úteros, a su protección, a su dolor y a su dedicación trascendente, dedicándose en cuerpo y alma a escribir a políticos, curas y pastores, maestros y académicos, abogados y periodistas, a fin de levantar un grito capaz de motorizar e implementar la idea de celebrar una vez al año El Día de las Madres.

Aún sin haberse convertido en ley, los ecos producidos por las cartas de Ana Jarvis se fueron materializando y para 1910 la mayoría de los estados de la Unión Americana celebraban un día dedicado a las madres, incorporándose a los festejos, hacia 1911, países como México, Canadá, China, Japón, Argentina, Colombia, Australia y Sudáfrica, creándose a finales del 1912 la Asociación Internacional del Día de las Madres, algo que se convirtió en oficial, cuando en 1914 el presidente Woodrow Wilson aprobó el proyecto de ley que le sometió el congreso de su país, proclamando el segundo día de mayo de cada año como Día de la Madre, una fecha de verdadera fiesta nacional en los Estados Unidos de Norteamérica y que unos años más tarde fue seguido en más de cuarenta países alrededor del mundo.

Como era de esperarse, el Día de las madres entró a República Dominicana con la primera ocupación norteamericana, en 1916, aunque hay vestigios de que ya para el 1912 las familias con vínculos familiares en los Estados Unidos lo celebraban, precisamente el segundo domingo del mes de mayo, oficializándose durante el gobierno de Horacio Vásquez, cuya esposa, Trina de Moya compuso el himno dedicado a todas las madres dominicanas y del mundo, a pesar de que ella, a quien llamaban Chin-Mamá, no tuvo hijos.

Dicen algunos de los historiadores que se esconden en las sombras del anonimato, que Trujillo —a quien sin lugar a dudas estamos convirtiendo en mito, en un paradigma de lo bueno y lo malo—oficializó El Día de las madres el último domingo del mes de mayo, atendiendo a peticiones de comerciantes que le sugirieron que, como en el país se pagaba a finales de cada mes, trasladara para esa fecha la celebración y así aliviar un tanto los bolsillos de los trabajadores, despegando, asimismo, el Día de los padres para el último domingo del mes de julio. Aunque no sé si el establecimiento de las fechas obedece a esta razón comercial, lo cierto es que así se han quedado las cosas hasta que algún otro gobierno de nuestra frágil democracia se aventure a realizar los cambios, internacionalizando las celebraciones con el calendario global.

Pero, me gustaría hacer una pregunta algo tonta: ¿debería aplicársele el vocablo madre tan sólo a las mujeres que han engendrado vida en su útero? La pregunta la hago porque aunque tuve, desde luego, una madre carnal que me amó y protegió, no es menos cierto que tuve una tía llamada Candita Polanco, Quiquí, quien sin haberme parido me profesó el más profundo de los cariños, tal como Catalina Parr lo hizo con sus hijastros, los vástagos del rey inglés Enrique VIII; o como Luisa de Coligny, que sacrificó su riqueza para criar a los hijos de Guillermo de Orange, el libertador de Holanda; o como Ana, la madrastra de Leonardo Da Vinci, a quien amó y cuidó como si hubiese nacido de sus entrañas; o como Sara Bush Johnston, que crió a Abrahan Lincoln, inculcándole los valores que, más tarde, este pro-hombre pondría en práctica en los Estados Unidos; o como Alexandrine, la esposa de Emile Zolá, que educó con gran amor a los dos hijos que el escritor tuvo con su querida Jeanne Rozerot; o como la bailarina Josephine Baker, que deslumbró con sus bailes exóticos a cuerpo batiente a la exigente Francia de los años veinte, pero que dedicó su fortuna a criar once niños huérfanos de diferentes nacionalidades, amándolos como si fueran suyos.

Y es por esto, por todas estas pruebas de que cada mujer es, de por sí, una madre, que creo profundamente que el maravilloso vocablo madre debe aplicársele a todas las mujeres, a todos esos seres que conforman nuestro otro yo, esa mitad que hizo posible que el ser humano aceptara la apuesta inconmensurable de amar y perdonar, tal como nos la enseñó hace más de dos mil años un humilde carpintero nacido en Belén de Nazareth, en Judá.

Entonces, sintamos y celebremos el Día de las madres como algo que nos ata a la vida, como algo que nos da el valor de estar vivos y, desde luego, que nos produce la plenitud de amar y ser amados.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Sonrisa muerta







¿Cómo están tus ojos rasgados, penetrantes,
esquivos siempre de los vientos alisios,
los sopladores orientales que penetran la piel
y los latidos sonámbulos de las noches heladas?

¡Déjalos así, con la mirada estrellada,
recostada del lado brillante de la vida!

¡Déjalos así, guarecidos de la mano inclemente del cirujano atrevido:
aquél que irrespeta el bisturí y, con la succión del llanto,
opaca lo natural de la vida!

¡No permitas que tu sonrisa ingenua,
tu sonrisa de querubín inmortal,
se abata enTRE los fuegos del albur!

 ¡No lances al destino ignoto
 la herencia milenaria de tu planicie asiática!

¡Tu sonrisa es tributo, algarabía sonora
para despertar las flores,
es estruendo incisivo para irrumpir la tristeza!

¡Sí!... ¡Déjala así, sin los protocolos
despiadados de los quirófanos abocados,
de las cirugías transformadoras
de los iluminados caminos,
de las sendas naturales, de los tributos
que caminan hacia la mar!

Efraim




SONRISA MUERTA
Por Efraim Castillo

SÓLO escuchó cuando el médico dijo al anestesista: “¡Duérmela... ya! ¡Le pondremos la cara de una muchachita bonita!” Después no supo de sí hasta que despertó en la habitación del hotel de recuperación, anexo al hospital. Tenía la cara vendada y veía a través de dos orificios dejados en el vendaje. ¿Cómo le habrá quedado el rostro?

Había decidido someterse a aquella operación de cirugía estética, cansada del aspecto feo y triste de su cara. “¡Es una niña sanita y su cuerpecito es igual al de una pequeña reina!”, decían sus padres a las amistades que la miraban, siempre con caras de asombro. Y todo transcurrió así hasta que alcanzó, primero la pubertad y luego la adolescencia. Por suerte, tenía uno de los cuerpazos más despampanantes del pueblo y las expresiones que escuchaba por las calles la dejaban completamente desconcertada:

—¡Tiene cuerpo de gloria y cara de arrepentimiento! —y luego venían las risas, las burlas, los piropos indecentes sobre cómo cubrirle la cara con una almohada al hacerle el amor, o aquello de apagar todas las luces para sólo palparle las carnes de las caderas, de sus tersos muslos, de sus voluminosos y fuertes senos.

Sus tres esposos, luego de saberse de memoria todas las curvas de su prodigiosa anatomía, habían abandonado el hogar en busca de rostros más agraciados; de rostros que pudieran sonreír y no ejecutar muecas miserables al celebrar algún chiste. Porque lo  terriblemente penoso era aquello: no podía ni reír ni sonreír y los repetidos ensayos que había ejecutado frente a una reproducción de La Gioconda, con la expresa finalidad de poder atrapar aquella minúscula pero contundente mueca de felicidad mezclada a la burla, terminaron en desagradables fracasos. Giuseppe, el italiano al que había conocido en Florencia y que se convirtió en su segundo esposo, tuvo el valor de decirle, sin reparos, que su esfuerzo para sonreír era una tenebrosa e infeliz farsa:

—¡No llegarás a ninguna parte con esos ejercicios, mia cara! —le dijo—. Tu rostro es feo de nacimiento. ¡Quédate así porque así te quiero!

Pero Giuseppe, tal como hizo el primero de sus maridos, y también el tercero, terminó abandonándola por una gorda de cara bonita. Al dejar la casa con una tristeza que parecía verdadera, le dijo:

—Me duele hacer esto... ¡pero ya no soporto más el tener que despertarme cada mañana frente a esa cara tuya tan parecida a una máscara!

¡La máscara! Así le decían en los supermercados, en las tiendas, en la fase final de sus estudios universitarios y en el recinto florentino donde realizó una maestría sobre arte etrusco. Pero, ¡ay, si se hubieran imaginado esos grandes, firmes y extraordinarios atributos que poseía bajo ese rostro-mueca, bajo ese disfraz con rasgos que mezclaban la fealdad de un buldog con la espesura facial de un hipopótamo! De noche, luego de las recurrentes y débiles lágrimas derramadas por la autocompasión y la soledad, se daba a la tarea de escribir poemas para nadie, para el viento, para sus mejores aliados: la sombra, la oscuridad inerte y el vacío silencioso de la madrugada.

Tambores:
escucho tambores
en una lejanía de algas.
Tambores de enlace,
de estruendos,
de miserias.
Tambores anunciando
         [un mundo sin rostro...

Los poemas le salían como espasmos… como vibraciones que al brotar la sedaban y liberaban de las congojas producidas por las murmuraciones de los que, agazapados tras las risas, se mofaban de ella. Así, cientos de cuadernos se amontonaban entre rincones oscuros y repisas ensordecidas, manchadas del sudor nervioso de sus manos, o de las lágrimas que de manera constante acudían a sus ojos. Los poemas recorrían las ambigüedades, las sospechas de un mundo que no deseaba reconocer la presencia de los feos, en una sociedad exploradora de los perfeccionamientos del cuerpo y la belleza. Los poemas, inyectados por su pesar, hablaban de la quiebra de las quimeras, de las soledades del alma, de los abatimientos por cuchillo y de las historias donde los vencedores ultrajaban a los cuasimodos, a los patitos feos, a los frankenteins…

Entonces, ¿no fue la mejor salida —aunque algo tardía— someter su horripilante cara no-sonriente a una cirugía estética que le devolviera la alegría del vivir? Sofía, su única y real amiga, fue la persona que le recomendó la operación.

—Debes pensar en una operación estética en tu rostro —le aconsejó Sofía, ayudándola a buscar al mejor especialista.

Y ahora estaba recuperándose, esperando ansiosa a que le quitaran las vendas del rostro para contemplar la nueva expresión de su boca y el rictus sonriente que nunca tuvo. ¡Sí, al fin terminarían los anhelos que desembocan en frustraciones y pesares! ¡Al fin podría mirar, de tú a tú, a todos los que dudaban que ella supiera de la risa, de la alegre risa que pelaba los dientes y los mostraba al sol!

Cuando el cirujano y la enfermera entraron a la habitación, sintió que un escalofrío le recorría la espalda y descendía por sus piernas hasta las puntas de los pies.

—¿Cree que todo ha resultado bien, doctor? —le preguntó al médico con insistencia.

—¡Tendrá la más bella de las sonrisas! —escuchó decir al especialista—. ¿Ve este espejo que la enfermera trae en las manos? ¡Pronto verá en él un maravilloso rostro construido sólo para usted!

Y mientras la enfermera y el médico le quitaban los vendajes, imaginó su nueva faz: un rostro sin muecas, sin líneas adustas, horribles; sin esos trazos salvajes que la habían llevado muchas veces al borde de la locura y el suicidio. Entonces murmuró para sí que ya jamás le vocearían en las calles: ¡Adiós, máscara infernal!, lanzándole los más crueles insultos. Sí, sus pesadillas quedarían atrás, bien atrás, bien distanciadas de ese futuro que se abrirá frente a ella con su nuevo rostro. Ahora sí permitirán que dicte las conferencias sobre las heredades etruscas que los romanos se atrevieron a inventariar como propias; ahora sí podré explicar al mundo, a través de mis innumerables artículos, todo lo grande que fue Frida Khalo, dando detalles precisos de mis aportes a las investigaciones de Bertram D. Wolfe para hacer posible su biografía de Diego Rivera, pensó, mientras las manos del médico y la enfermera quitaban vendaje tras vendaje.

¡Ah, qué emoción sintió cuando la última gasa fue desprendida con cuidado de su frente! Al mover sus músculos faciales sintió que la piel alrededor de sus labios se mantenía rígida y, buscando los ojos del cirujano, descubrió en ellos una mirada de asombro, de incredulidad, al igual que en los de la enfermera.

—¡Mueva los labios! —le pidió el médico—. ¡Mueva los labios, por favor ! —insistió.

—¿Qué pasa, doctor?... ¿Qué sucede? —preguntó asustada al cirujano.

Sin contestarle, el médico le tomó el mentón con una mano, apretando y frotando suavemente sus labios con la otra. Los suaves masajes dados por el cirujano a sus labios, lejos de calmarla, la intranquilizaron hasta el punto de gritar:

—¡Dígame qué sucede, doctor, por favor!

Y fue entonces que escuchó lo que nunca quiso oír:

—¡Algo no ha salido bien, señora!

—¿Qué, qué no ha salido bien, doctor? ¡Dígamelo, por favor... dígamelo, por favor!

Antes de responderle, el médico miró a la enfermera y le pidió el espejo.

—¡Mírese en el espejo! —le dijo.

Al contemplarse, una inmensa alegría la invadió.

—¡No comprendo, doctor! ¿Qué ha salido mal? Ese espejo me está mostrando la más hermosa sonrisa... ¿Soy esa... yo?

Apenado, el cirujano respondió:

—¡Sí, señora! ¡Esa es usted?

—¡Pero no comprendo, doctor! ¡Usted ha dado a mi rostro una hermosísima sonrisa! En verdad..., ¿esa soy yo? ¿Qué ha salido mal?

Tartamudeando, el médico se sentó a su lado en la cama y retiró el espejo.

—Unos músculos de su rostro han sido demasiado estirados, señora. Esa es la razón de la sonrisa. ¡Tendré que volverla a operar lo más pronto posible!

El no salió tan profunda y ásperamente que el médico se puso de pie y la enfermera cubrió sus oídos.

—¡Noooooo, doctor! ¡Usted no tocará esta hermosa sonrisa de mi cara! ¡Esta es la sonrisa que nunca tuve! ¡Usted no me la quitará!

Imaginando que su linda, su extravagante y contagiosa sonrisa, podía ser retirada de su rostro, se lanzó de la cama, empujó al médico y a la enfermera que trataron de detenerla y abandonó, primero la habitación y luego el hotel del hospital, saliendo a la congestionada calle con las ropas de paciente en recuperación. Por las sonrisas que le devolvían los transeúntes comprendió que su vida había cambiado y que la operación —y desde luego su rostro— constituía un verdadero éxito.

Pero su alegría duró muy poco, porque como un violento rayo sintió que una mano muy fuerte agarró uno de sus hombros y, junto a la mano, escuchó una voz ronca preguntarle:

—¿De qué se ríe? —y entonces supo que la tristeza volvería a invadir su vida y fue incapaz de buscar una respuesta con sólido argumento.

—¡No me río... no me río! ¡Fue mi médico... mi médico!—balbuceó.

—¿De qué médico habla? ¡Usted se está riendo de mí!... ¡Se está burlando de mí! ¡Ahora mismo lo está haciendo! ¡Ahora mismo se está burlando de este rostro feo... de mi rostro sin sonrisa... de esta máscara infernal que llevo por cara! —y fue cuando, en una explosión de ira, el hombre desenvainó un largo y afilado cuchillo y le asestó varias estocadas en el pecho.

Comprendiendo que ya estaba muerta, el hombre limpió la sangre del cuchillo frotándolo sobre las mangas de su camisa y huyó, con su rostro amargo, pesaroso y feo, abriéndose paso entre los curiosos que se arremolinaban frente al cuerpo sin vida de la mujer.

Sólo una voz entre la multitud de mirones se atrevió a decir:

—¡Pobrecita!... ¿Por qué la mataron... si tenía una sonrisa tan linda? ¡Mírenla!... ¡Aún la guarda entre sus labios!