viernes, 29 de octubre de 2010

José Martí en el agujero de gusano de Pedro Ramón López-Oliver


Por Efraim Castillo

LOS CUBANOS DEL exilio —en una aplastante mayoría— se vinculan, se reconfortan y lloran porque llevan a Cuba en un agujero enorme y sangrante del corazón. Este agujero, como un fenómeno extra-antropológico, no se llama Fidel (que es un subterfugio, un asombro, un miedo al que consideraron pasajero), sino que responde a un héroe ya mítico que lleva por nombre José Martí y que representa para ellos la Patria misma, al igual que una poderosa razón que les pesa y les bulle en el alma como un ritmo guarachoso.
Así, Martí personifica para los cubanos del exilio una ilusoria estadía en la gran isla antillana y, al mismo tiempo, una trampa dorada que los abruma de recuerdos inalcanzables, porque Martí, como apóstol y redentor del grito de esperanza que llevó a Cuba a una independencia del brazo de Máximo Gómez, ha sido el personaje idóneo para que los protagonistas de las irrupciones y villanías  lo exalten, bendiciéndole como el inspirador supremo de sus actos. De igual modo, Martí ha sido derechista e izquierdista, ateo y santo, un exitoso pitcher abridor y dueño de equipo, y también el poeta de las contradicciones e ideólogo supremo… Pero siempre —¡siempre!—, el cubano número uno del mundo.

Pedro Ramón López-Oliver
Y a Pedro Ramón López-Oliver[1], un cubano del exilio, esta casi arbitraria definición podría venirle como anillo al dedo —pero que no le viene— porque para él José Martí es algo más que la Patria y que una razón de peso para soportar su destierro. Para Pedro Ramón López-Oliver el recuerdo de Martí es la vivificación plena de una Cuba en recidiva; de una Cuba cuya enfermedad colonial no se curó del todo en 1898, sino que ha continuado redefiniéndose como un moriviví  a través de Machado y Batista, en el 33, de Grau San Martín, en el 44, de Carlos Prío Socarrás, en el 48 y, desde luego, de Fidel Castro en el 56 y 59,  encaminándose éste hacia el medio siglo de haberse alzado con el poder.
O sea, que el Martí que López-Oliver presenta en la muestra Cuba y Martí: En el ojo del huracán no murió en 1898, sino que resucitó como una referencia solicitada en 1933, tras el asalto al poder de Batista, y ha atravesado los últimos setenta y cinco años aposentándose, no como el ensueño fantasmagórico que los dominicanos atesoramos con una débil imagen de Duarte, sino como un ente que funge de preservativo social para justificar los discursos de todos aquellos que han protagonizado los eventos políticos de Cuba en los últimos tres cuartos de siglo.
El recuerdo de Martí para Pedro Ramón López-Oliver tampoco es una obsesión, sino una sospecha irreconciliable que ha traspasado el tiempo y lo ha unido en todos los correlatos que conforman el imaginario de la Cuba actual.
Y para probarlo (y sin jamás haber pretendido convertirse en un ente mimético, pero sí en un enlazador, en un analogon sintetizador de realidades obstruidas por, tal vez, una historia acomodada a las circunstancias), López-Oliver se ha armado de un pincel para unir en un agujero de gusano traspasador y unificador de los tiempos —con Martí como eje central—, a todos los personajes que han incidido en el recuento cubano auténtico de los últimos setenta y cinco años y que, para muchos, sabe considerablemente más que a historia, a pura patraña.
 Este agujero de gusano de López-Oliver, no es desde luego, ese túnel de diámetro infinitesimal que podría —según la física teórica— conectar alguna región del universo con otra, descontando los tiempos, esas sacudidas einsteinianas que marcan los compases sigilosos de los segundos, los minutos y las horas, sino un agujero-observatorio para narrar a través de una estética innovadora y transformadora —por su eclecticismo conceptual— una historia que, como la de Cuba, ha sido registrada en una cronología de sorpresas y contradicciones, pero siempre con el fantasma primoroso, flexible y oportuno de José Martí a cuestas… ¡como una sombra, como un espejo multiplicador de los objetos!
Y esto es lo que López-Oliver ha iconografiado en Cuba y Martí: En el ojo del huracán, para que sirva de observación y conocimiento históricos.


Imagen de Jose Marti superpuesta a las imagenes de los tres dictadores cubanos.

Fidel Castro, Eduardo Machado y Fulgencio Batista.

Sanguina sobre papel, fotografiado digitalmente e impreso de nuevo en papel,

la imagen de Marti dibujada en pastel negro.

López, desmontando y aprovechándose de las estéticas pictóricas de los maestros cubanos que brillaron en los años treinta y cuarenta (Amelia Peláez, René Portocarrero, Cundo Bermúdez, Mario Carreño, Mariano Rodríguez, Wifredo Lam y otros), ensambla a Martí entre los personajes que, de una forma u otra, han incidido en la historia cubana, como un fantasma avizorador de las tempestades y su figura, en donde su rostro se presiente, a veces, a través de su mostacho o sus huesudos pómulos, lo presenta como un testigo mudo pero severo de los aciertos y desaciertos de un discurso en donde él —Martí— está libre de sospechas. Por eso, en este agujero de gusano José Martí va mucho más allá de la metáfora para convertirse en un paralelo que descorre el tiempo, ya que —y esa es una de las lecturas de la muestra de López-Oliver— el apóstol cubano ha sido usado, constantemente, como una armadura, como una coraza protectora por los héroes —falsos o no— para así irrumpir en la historia y cotejarse con la leyenda.


Quien observa la muestra en su conjunto, sin detenerse a leer cada obra descontextualizada e individualizada como un solitario icono, se sentirá golpeado, casi abrumado por esos martíes transfigurados y cotejados dentro de las imágenes de la exposición, que abarcan siete décadas. Encontrará y juzgará, del mismo modo, que al prócer cubano se le ha jugado una pesada broma. Pero cuando el observador separe cada objeto de la muestra y lo lea con detenimiento, escrutando los personajes donde López-Oliver ha insertado el Martí percibido, todas sus sospechas se diluirán y sobrevendrá en su apreciación un sólido goce estético que lo impulsará a aplaudir el atrevimiento de López-Oliver de, por una parte, denunciar y desacralizar (no a Martí, desde luego) sino a los que lo han usado para treparse sobre él y, por la otra, enfatizar al héroe como un hombre cuyo talento para denunciar, violentar, domesticar y forzar la historia, fue superior a sus lacras.



Apoyándose en una estética abierta, desinhibida, Pedro Ramón López-Oliver bordea el arte conceptual y, por momentos, se lo apropia para utilizarlo como herramienta, pero abriéndose a una observación de la historia cubana desde una focalización ontológica que pretende obviar los problemas de forma y contenido a través de una absoluta libertad.



López-Oliver, partiendo de un lenguaje desprovisto de las cargas —modernas y posmodernas— que han sintetizado el arte desde la segunda mitad del Siglo XIX hasta nuestros días (impresionismo, expresionismo, cubismo, fauvismo, dadaísmo, abstraccionismo, surrealismo, abstraccionismo geométrico, constructivismo, expresionismo abstracto y neorrealismo), lateraliza su estética de manos del conceptualismo teorizado por Sol LeWitt en los 60's, donde el fundamento de la idea, o el concepto, es lo que motoriza la esencia vital de la obra. Sin embargo, para López-Oliver lo primario en su lenguaje no ha sido provocar un parentesco entre su obra y el concepto, sino el sintetizar de la manera más expedita —y tal como se estructura en el arte utilitario, pero permitido en la estética conceptual— un mensaje, una noción de que las contradicciones implícitas en la realidad cubana han sido construidas a partir de la intolerancia.
Es decir, López-Oliver no ha apostado a su reconocimiento como artista, sino que, superando ese ego terrible que sacude a los productores miméticos, podría desafiar la ira de la crítica a través de esta muestra donde la coherencia narrativa sobrevuela esplendorosamente la propia estética.


[1] Nació en Santa Clara, Cuba en 1945. Emigro a EEUU en 1961. Desde entonces ha vivido en Miami, San Juan de Puerto Rico, Madrid y Paris. Esta graduado en historia (M.A., University of Miami, 1970) y en derecho ( J.D., Interamerican University, 1975 ) en EEUU. Le han sido publicados dos libros, uno de cuentos: "Te acuerdas de aquello Ofi?", Ed. Playor, Madrid, 1971; y otro sobre política: "Cuba: Crisis y Transición", University of Miami Press, Miami, 1991. Actualmente reside en Santo Domingo donde ejerce como empresario, es comentarista de asuntos políticos en TV, escribe y pinta con fruición la figura de José Martí.

sábado, 23 de octubre de 2010

APROXIMACIONES entre las Metonimias de Amado Melo y las Orgánicas de Ureña-Rib


Por Efraim Castillo

EN SU Análisis estructural del relato, Roland Barthes afirmaba que la metonimia es la figura retórica que preside el relato cinematográfico[1]. Aquella enunciación del crítico y semiólogo francés —cuyos textos me deslumbraron placenteramente en los años 70— penetró mi cabeza con la contundencia de un disparo hecho a quemarropa, porque estaba apasionadamente enamorado de la expresión metáfora visual y, de ahí, que cada vez que husmeaba en los tropos, echaba a un lado la metonimia, hundiéndola, inclusive, por debajo de la sinécdoque. Por eso, el choque producido en mí por el enunciado de Barthes me hizo reflexionar acerca de si el arte conceptual no respondería, también, a esa misma teoría, ya que éste, a través de la metonimia —no de la metáfora—, convertía las partes o fragmentos de diferentes objetos en corpus acabados, llevando al lector o espectador a participar de una nueva experiencia estética.
Y recordé a Barthes, precisamente, cuando Amado Melo me llevó a su aglomerado taller de pintura y escultura situado en la parte este de Santo Domingo —ahora convertida en provincia—, con el propósito de que le escribiera unas notas para el catálogo de su próxima exposición. Debo decir que tan pronto eché una ojeada a las pinturas de Melo, sentí penetrar por mis ojos una delgada corriente de frescura, al asociarlas a las orgánicas de Fernando Ureña Rib, consideradas por mí como su mejor producción. Ureña Rib, en sus orgánicas, buscaba un correlato entre hombre-naturaleza, insertando en sus objetos la fragmentación de un escenario trascendente, en donde los órganos reproductivos del ser viviente se transfiguraban, internándose —pero sin violentar— la noción aristotélica que toca los medios específicos de vida (vegetativo, sensitivo e intelectivo) en una particular percepción objetual, y convirtiendo el propio fenómeno en pura sensualidad. 

Fernando Ureña-Rib
Desde luego, las pinturas de Melo están distanciadas de las de Ureña Rib por tres densas décadas, que no sólo registran la más alta maduración tecnológica de la historia, sino que, además, han sido portadoras —por su alto contenido polisémico— de la estruendosa carga de eso que Hans Magnus Enzensberger enuncia como «una escenificación permanente de mercancías, escaparates, tráfico y publicidad, pero que, de la misma manera que dominan los centros urbanos públicos, también lo hacen con los interiores privados»[2]

Germinaciones II. Fernando Ureña-Rib
Son esas dolorosas décadas las que han propiciado que Melo, yéndose hacia una orilla de más profundidad conceptual, esboce un sentido de especulación sobre las esferas de lo sensual que Ureña Rib referenciaba sólo a través  de la metanarración. De ahí, a que el fragmento en Melo devenga en una pura metonimia, en una segmentación que permite la búsqueda de contacto con las demás piezas del objeto hasta formar una unión, una transferencia… definitivamente una trascendencia visual de la misma esencia estética. 
Amado Melo
Algunos críticos tratarán de buscar semejanzas, ciertos atisbos surrealistas en la obra de Melo, pero tal búsqueda será en vano. La pintura de Melo está mucho más acá, más próxima a la reducción que a la profanación de la subversión automaticista. Posiblemente —y digo posiblemente porque considero que Melo está en el borde mismo, en esa frontera donde sólo el impulso es viable— este artista podría girar, en un futuro cercano, hacia un reduccionismo donde la estética no cuestione los ámbitos perceptuales.  
Biológicamente (Baní, 1964), Amado Melo debería pertenecer a la generación del 80 (Luz Severino, Elvis Avilés, Diógenes Abreu, Jesús Desangles, Radhamés Mejía y Gabino Rosario, entre otros), la cual se asentó desde muy temprano en un posmodernismo que buscaba, «tras la pérdida de credibilidad de las metanarrativas, una ruptura epistémica[3]», como afirma Jean-François Lyotard. Sin embargo, Melo no emergió de la academia, como los demás componentes de la generación del 80, ya que su formación provino de la arquitectura, un campo ligado históricamente al arte y cuyo punctum, al igual que el de la fotografía, se encuentra en la luz, en la pura esencia, y cuyo perfil académico fue rescatado en 1806 por Napoleón, cuando resucitó la vieja Escuela de Bellas Artes de Paris, la cual se enfrentó a la Escuela Politécnica, fundada por la burguesía industrial en 1794, en los años agonizantes de la Revolución francesa.


Obra de Amado Melo

La rivalidad de estas escuelas fue la que inició la ruptura entre las nociones de construcción y arquitectura; es decir, entre la idea de lo útil y la idea de lo bello.
Antes de graduarse como arquitecto (promoción 1986-92 de Unibe), ya Melo había estudiado dos años en la Escuela de Bellas Artes de Baní, su ciudad natal, estudios que lo catapultarían, más tarde, a abandonar la carrera de arquitecto para dedicarse por completo a la pintura y la escultura.
Por su formación autodidáctica, libre de ciertas ataduras academicistas, Amado Melo evoca en sus pinturas una vinculación objetual de múltiples apariencias, pero siempre apegada a los fundamentos del arte conceptual, donde sujeto y objeto se unen en una estética trascendente, deslizándose a través de un discurso creativo apoyado en fragmentos que, a su vez, representan sugerencias de ricos contenidos y que esta séptima exposición individual reafirma.
A través de un conjunto de obras que se vuelcan en metonimias, en pedazos de representación, Melo, desnudo de artificios anecdóticos, posibilita una noción de lo objetual, confirmando el enunciado de Sol LeWitt (1969), meses después de haber expuesto sus dibujos en la Galería Paula Cooper, de Nueva York, cuando afirmó «que no todas las ideas artísticas precisan estar dotadas de una forma física».
No obstante, estas metonimias de Amado Melo, modificando los lenguajes secretos y múltiples de sus contenidos, posibilitan la pluralidad de una íntima comunicación entre creador-lector, o más sencillo aún, estructuran una codificación abierta, simple y esplendente entre concepto e historia.
Santo Domingo. Marzo 18, 2004.



[1] Editorial Tiempo Contemporáneo, Buenos Aires, 1978.
[2] (Hans Magnus Enzensberger, Elementos para una teoría de los medios de comunicación, Barcelona, Anagrama, 1981, pp. 39-40.
[3] Citado por P. Anderson en Cristalización, en Los orígenes de la posmodernidad, Anagrama, p. 39

miércoles, 6 de octubre de 2010

Sociología del Amor



Por Efraim Castillo

1. Introducción

H
emos escuchado tanto la palabra amor, que sin detenernos a analizar su significado, su etimología o su historia, nos imaginamos que siempre ha estado ahí, dispuesta a dejarse pronunciar con voz tenue y melancólica para auxiliarnos cuando, frente al ser que nos interesa atraer o gratificar, la empleamos a fondo y con ciertas descargas emocionales y sentimentales, muchas veces sin medir los alcances de su contenido y, por lo tanto, sin importarnos mucho las consecuencias que nos deparará al usarla.
Por eso todos —o casi todos— los humanos, a partir de cierta edad, hemos empleado la palabra amor en algunos de sus tiempos y singularidades, ya sea diciendo te amo, te amé, te amaré, nos amamos, me amó, pude amarla o amarlo, etcétera. Inclusive, para librarla de ciertas cargas, nos auxiliamos del verbo querer, empleado en muchos países como su sustituto, pero que no nos sirve de mucho cuando el objeto del afecto es Dios, porque a nadie se le ocurriría decir yo quiero a Dios, ya que, desde los griegos, Zeus —el Dios tronante del Olimpo— es el amor puro y de ahí, entonces, que la oración correcta para practicar la adoración sea yo amo a Dios. Así, en cualquier diccionario aparecerá el significado de querer como ambicionar, codiciar, pretender, tratar, perseguir, y el de amar como adorar, desear, siempre insertando la utilización hacia lo abstracto, ya que la dimensión del amor puede ser infinita, sobre todo si lo vinculamos con lo espiritual. Al respecto, recuerdo cuando mi madre, con voz melosa, me preguntaba en mi niñez hasta dónde la amaba y yo le respondía que hasta la bolita del mundo… ¡y más allá!  

2. Pero, ¿qué es el amor?

Pero, ¿qué es, en realidad, el amor? ¿Significa esa palabra, acaso, lo que sentimos verdaderamente por algunas personas cercanas a nosotros (madre, padre, abuelos, hijos, esposa o esposo, amigos, héroes) y que los griegos sólo utilizaban para endosársela a sus dioses? 
La palabra amor, como todos los signos lingüísticos —esas unidades mínimas de la oración— tiene su significado y su significante, pero desde luego, no como el signo caballo, cuyo significado es el propio equino, o como el signo carro, cuyo significado es el vehículo de motor que todos conocemos, ya que todo signo lingüístico, como evocación y representación de una idea u objeto, es un fenómeno meramente cultural y, por lo tanto, una invención del ser humano. Para dar un ejemplo de esto, me atrevería a decir que el vocablo piedra podría muy bien representarse por otro signo, ya que ese objeto mineral existía mucho, muchísimo antes de que el ser humano lo denominara así. Pero el amor, como un afecto o sentimiento que ha evolucionado dentro del propio hombre, es un valor puramente abstracto y, por lo tanto conceptual, al cual valoramos desde el estallido de un goce, pero nunca desde una emoción.
Los griegos, cuyos filósofos —presa del asombro— se atrevieron a especular con lo invisible, con esas poderosas corrientes que se mueven constantemente en nuestro cerebro, utilizaron cinco palabras para significar el amor:

a)     Epithumia,
b)     Eros,
c)      Storge,
d)     Phileo, y
e)     Ágape.

Epithumia es de donde proviene el vocablo epítome, que representaba para los griegos ese deseo fuerte, algunas veces bueno, otros malos, y que se vinculaba al corazón para endosarle los anhelos. En la Biblia griega se utilizaba epithumia de la misma manera, a veces en sentido negativo, traduciéndola como  codicia, y otras en sentido positivo, trasladándola como deseo. El vocablo eros era utilizado por los griegos para expresar el romance; desde luego, un romance emparentado a lo carnal, incluyendo la idea de amar y poseer. El tercer vocablo griego, storge, era utilizado para representar un afecto de posesión, el cual podríamos definir, ahora, cuando enlazamos la relación existente entre un matrimonio de varios años, en donde la pareja siente que ambos se pertenecen, aún el fuego de la pasión se haya desvanecido por el peso de lo biológico. Phileo, el cuarto vocablo utilizado por los griegos para referirnos al amor, fue empleado a menudo en el Nuevo Testamento como un adjetivo —filial— para denominar un tipo de amor hacia los hijos; desde luego, el amor filial es un afecto de relaciones consanguíneas o familiares que puede explayarse hacia lo social, tal como era esgrimido por los griegos. Ágape, el quinto vocablo griego, se utilizaba para nombrar el amor desinteresado, ese sentimiento de abnegación total del ser humano para darse sin esperar nada, y en el que Rotary se ha apoyado para construir su filosofía de servicio: dar de sí antes de pensar en sí.

3. Origen de la palabra amor

Sin embargo, la palabra amor, a pesar de su raíz latina, tiene un origen etrusco y su descomposición nos remite a lo infinito: a, que como prefijo significa no, y mor, que se traduce como muerte. O sea, el amor es la no-muerte, reafirmando los romanos en su lengua que el amor está más allá de la muerte, un concepto que, para mí, es la cima, la síntesis de todas las mezclas culturales. Pero también el vocablo inglés love tiene su raíz en live, vivir; y la palabra alemana lieben, tiene la suya en liber, un vocablo latino que debe traducirse como libre.
Pero como la verdadera raíz de casi todas las lenguas cultas es el sánscrito (ya sean indoeuropeas o nilo-saharianas), y la lengua etrusca, como la misma griega, tiene un origen indoeuropeo, podría ser que amor provenga del vocablo sánscristo amara, que significa inmortal, y que vendría a tener la misma definición del latín, y que una de las lenguas nilo-saharianas más influyentes en el oeste europeo y descendiente del sánscrito —la bereber—, la utilizó para representarla como madre. Sin embargo la palabra sánscrita que significa amor es Abhinivesha, amor a la vida, miedo a la muerte, deseo de continuidad y apego a la existencia.

4. El amor como afecto hacia lo divino

Pero ese sentimiento, ese afecto que evolucionó como concepto desde el estremecimiento animal del australopitecus y el imperio de las feromonas y sus mensajes químicos, hasta el asombro hacia lo invisible del pensador griego, fue magistralmente sintetizado por el filósofo danés Sören Aabye Kierkegaard, llamado el poeta de Dios, como una noción «anclada en la más honda interioridad del hombre, logrando que a través de él se logre la absoluta igualdad entre los seres humanos».
Al respecto, Kierkegaard fundó la más hermosa teoría para distinguir los tres elementos que dinamizan el amor:
a)     el amante,
b)     el amado y
c)      lo que está entre ellos.

Este tercer elemento que logra integrar el amor, es para el filósofo danés, desde luego, la presencia de Dios, la cual equilibra y sostiene el sentimiento entre el amante y lo amado, transfigurándolo en una pura esencia. Esta percepción Kierkegaard la define como «una expresión donde el amor de sí queda vinculado al amor del prójimo y a la felicidad que brota desde esta maravillosa fusión», afirmando que «el signo último, más feliz e incondicionalmente convincente del amor, es éste: el amor mismo, que es conocido y reconocido por el amor en el otro».
En la teoría de Kierkegaard el amor es «la suprema perfección», porque —y tal como lo expresaban los griegos— «representa a Dios», sosteniendo el filósofo danés que «la relación a través del amor supera el egoísmo, instaurando la igualdad entre los seres humanos a través de Cristo.»

5. Los estadios del amor para Kierkegaard

Para Sören Kierkegaard son tres los estadios que permiten a los individuos llegar, existencialmente, al saber de la vida, echando a un lado esa angustia que nos roe por el miedo a la muerte:
1.       El estadio estético,
2.      El estadio ético, y por último,
3.      El estadio religioso.
Desde luego, es a través del amor donde, precisamente, Kierkegaard desarrolla mejor la esquematización de estos estadios, ya que en el estadio estético se valora el goce y la temporalidad; en el estadio ético el deber sitúa el amor en un clima adecuado, potenciando la cualidad amorosa y declarando puro y bueno todo lo que procede del amor; y en el estadio religioso, no tiene cabida la racionalidad, sino el salto al vacío hacia la Fe y a los imperativos religiosos. Para Kierkegaard la Fe va más allá del ideal ético de la vida y «la figura que mejor encarna este estadio es Abraham, quien está dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac porque así se lo ha pedido Dios.»
La politóloga alemana Hanna Arendt, nacionalizada norteamericana, el gran amor secreto del filósofo alemán Heidegger, el cual, precisamente, fue uno de los grandes admiradores y defensores del pensamiento de Kierkegaard, le dice a Heidegger en una carta que, entre ellos, faltaba «algo muy elemental», algo que, más tarde en su libro Vita activa, ella denominaría como el espacio intermedio del mundo, eso que conocemos como pasión, y que a través del amor aprehende solamente el quién del otro, por lo que se deshace como en llamas ese espacio intermedio del mundo que nos une unos con otros y a la vez nos separa de ellos». Para Hanna Arendt lo que separa a los amantes del mundo común es el hecho de, necesariamente, carecer del mundo, de ese mundo que para muchos amantes está prohibido.»
Como una reafirmación en la evolución cultural de ese sentimiento —que para Sigmund Freud, junto al de la pena y del odio sirven para esclavizarnos al otro—, José Vasconcelos, el eminente político y pensador mexicano y creador de la más ardiente revolución cultural de Latinoamérica, afirmó que «amar, es entre todos los sentimientos del alma, el que más se parece a la eternidad, el que más nos acerca a ella». El pensamiento de Vasconcelos no hace más que reafirmar lo que para los vedas, sumerios, griegos, latinos y cristianos ha sido la explicación de la razón primordial de la existencia: sólo dándonos al otro emigramos hacia lo inmortal. Y es por eso que entre las grandes obras del patrimonio cultural universal sobresale el Nuevo Testamento como líder del amor y del perdón.

6. El concepto amor en las grandes obras bibliográficas

En un pequeño estudio que realicé sobre algunas obras bibliográficas, me sorprendí de que en La Ilíada la palabra amor y sus relacionadas aparece sólo 16 veces; en el Diario de un naturalista, de Charles Darwin, 6 veces —y ni una sola en su obra primordial, El origen de las especies—; 10 veces en Mi lucha, de Adolfo Hitler; 5 veces en La división del trabajo, de Emile Durkheim, uno de los padres de la sociología; una sola vez en Mis creencias, una vasta recopilación del pensamiento de Albert Einstein; 94 veces en el Viejo Testamento, de las cuales 33 pertenecen a los salmos y otros escritos de David, y 17 a los de su hijo Salomón. Todas estas palabras suman 189, mientras que en una sola obra, el Nuevo Testamento o la obra de Jesús, la palabra amor es citada 148 veces.
Esta simple aritmética nos empuja hacia una conclusión también sencilla: que Jesús, con el ejemplo de su vida, nos enseñó la trascendencia del amor; nos marcó una senda donde el odio, la pasión desenfrenada, la venganza, la apatía y el rencor, sólo pueden ser erradicados a través del más puro de los sentimientos, el amor, ese amor vinculado al sacrificio, al perdón y a la búsqueda de la esencias divinas, tras reconocer nuestras imperfecciones.
Así, lo que fue un afán de reproducción signado por la atracción carnal en el paleolítico; lo que mantuvo al ser humano durante siglos aterrado por el ojo por ojo y diente por diente; lo que se constituyó en un espanto permanente ante el engañoso tótem; lo que envileció a pueblos enteros por el flagelo de la esclavitud… ¡se convirtió a través de Jesús en esperanza, en redención, en una sustancia que no vemos, pero que sentimos, y que nos ata al otro y a Dios!
Sí, lo podemos afirmar a los cuatro vientos, que ese pasado oscuro, tenebroso, vengador, se tornó en luz, en comprensión, en sabiduría… ¡en el más puro amor!



Santo Domingo, D.N. Febrero 7, 2005.

sábado, 2 de octubre de 2010

Sin mundo ya y herido por el Cielo, de Franklin Mieses Burgos


Franklin Mieses Burgos, Aída Cartagena, Manuel LLanes, Manuel Rueda,
Hilma Contreras y Lupo Hernandez Rueda, 1953.



Por Efraim Castillo 


Franklin Mieses Burgos

COMO REACCIÓN TARDÍA desde y hacia el proyecto postumista, el también proyecto de La poesía sorprendida no tenía más remedio que justificarse a través de lo universal, aún y cuando en el primer número de su órgano ideológico[1] los integrantes del grupo explicaban que estaban por una poesía nacional nutrida en la universal, única forma de ser propia[2].

Desde luego, habría que desmontar la concepción de lo universal para categorizarla y asimilar el sentido producido en lo presupuestado, ya que, antes, y como una obligación para el lector, debo propiciar una explicación de por qué utilizo la expresión reacción tardía como fenómeno promotor del proyecto de La poesía sorprendida.

El postumismo, como aspiración hacia una producción literaria militante que destacaba lo nacional a lo básicamente europeo-norteamericano, pudo desvincular lo particular de lo general, resaltando las categorías históricas en la protesta que Andrés Avelino, miembro fundador del postumismo, produjo  en la revista Cuna de América, por la ocupación yanqui de nuestro país. En aquella publicación el postumismo elevó una repulsa que, de por-sí, catapultaba la concepción de la particularidad específica de la República Dominicana ante sus interventores, no sólo como nación, sino también como singularidad cultural. Esto ocurría en el año 1921, exactamente veintidós años antes del surgimiento del proyecto de La poesía sorprendida, y ya, para entonces, se había producido la desocupación militar del país —pero no económica— por parte del gobierno norteamericano, así como el asalto del poder de Trujillo (trece años antes), la Guerra Civil Española, y la Segunda Guerra Mundial se encontraba prácticamente definida. De ahí, entonces, que no puede haber duda sobre la edificación de un concepto universalista, sobre todo oteando hacia Europa, que debía recuperar la memoria de dos décadas cruciales para la historia del mundo y cuyos contenidos estructurales, aún hoy, superviven por parte de los promotores del movimiento poético, quienes habían alimentado sus causas a partir del propio proyecto postumista.

Esto podría afirmarse en virtud de que su fundamento ideológico no se inmiscuye en el posicionamiento histórico de aquella realidad nacional de 1921 (en tanto que olvido, abandono, desdeñamiento), sino en un enfrentamiento casi abierto hacia un posicionamiento categórico, reducido a las particularidades de las influencias y desinfluencias de la función poética como reproducción de lo ornamental. Pero es bueno apuntar que al llamar reacción del proyecto postumista a La poesía sorprendida, implico para este movimiento una consecuencia por vinculación; es decir, que los vicios y virtudes del postumismo, al sobrevolar el sentido crítico y desanexar los señalamientos históricos pertinentes del Postumismo, pasaron íntegros a ésta, aunque —es preciso señalarlo— muchos de sus integrantes siguieron discursos que, hoy, sometidos a rigurosas investigaciones, se alejan ideológicamente de dicho proyecto.
  
Cuando los integrantes de La poesía sorprendida enuncian que están contra toda limitación del hombre, la vida y la poesía; contra todo falso insularismo que no nazca de una nacionalidad universalizada en lo eterno profundo de todas las culturas; contra la permanente traición a la poesía y sus permanentes traidores por la corta visión[3], simplemente están referenciando una reacción al postumismo, cayendo, sin embargo, en la doctrina de Tomar Spann[4] y ampliada por sus discípulos, en donde se propicia una creatocracia, una dictadura del auténtico creador (como capa más alta dentro de la organización corporativa del Estado) y por sobre los obreros (primera capa), artesanos, intelectuales menores y empresarios (segunda capa) y funcionarios, artistas especializados, jefes de las fuerzas armadas e, inclusive, del propio jefe del estado (tercera capa).

Claro, podría ser que los agrupados en el proyecto de La poesía sorprendida no surgiesen, como un grupo élite, amparados en esta doctrina, pero su posición ideológica y su reacción desde y hacia el proyecto postumista, evidencian ese discurso. Entonces, este planteamiento de totalidad evade lo histórico contenido en lo contradictorio, de la misma manera que alguna vez lo evadió el postumismo, sumergiéndose en un discurso puramente metafísico.


Sin mundo ya y herido por el Cielo

Franklin Mieses Burgos (1907-1976) fue el productor literario más importante del proyecto de La Poesía sorprendida y, sólo por esto, no podría categorizársele —simple y llanamente— como un bardo cuya producción se enmarcó definitivamente en ese discurso, ya que en sus objetos poemáticos, inmersos en un extraordinario metalenguaje, el lirismo expresivo cede a una visión retórica del amplificatio y exornatio y éstos a una glosa aparentemente inespecífica, pero cuya vinculación —a través de las relaciones sintagmáticas— refiere constantemente a reproducir lo social. Así, el proyecto inicial textual de Sin mundo ya y herido por el Cielo, cuyo título antes de ser publicado era Sin rumbo ya y herido por el Cielo (p.4 de la obra citada), requeriría, para este cambio de nombre, alguna explicación, aún con el riesgo de inmiscuir cierta especulación: ¿por qué el poeta desechó rumbo por mundo?

Rumbo es sinónimo de camino, o de ruta en la marinería, y es cada una de las divisiones de la rosa náutica; pero es, asimismo, pompa, esplendor y derroche. Mundo es ya otra cosa: constituye el conjunto de objetos y fenómenos materiales y sus relaciones e interconexiones que, implican a la vez, la fuente de conocimientos del Hombre a través de la práctica de la producción social. Es decir, que aun siendo bisílabos similifonéticos (y cuyo aprovechamiento ornamental para la construcción de un poema, que no para la poética, se utiliza a menudo), rumbo y mundo implican discursos diferentes y, tratándose de una desestructuración de la metáfora propiciada por un productor de la talla de Mieses Burgos, para el que cada símbolo envolvía, no un objeto o vehículo de simple enunciación, sino de riguroso ocultamiento (...) un objeto ideal al que se le atribuye la idea de otro objeto diferente[5], de algún modo un fenómeno de mucha importancia determinó dicha desestructuración, la cual, aunque no varió por completo la sinécdoque implicada en el título del poema —sobre todo porque ninguno de los objetos poemáticos que integran el texto total responde a dicha denominación—, sí modificó la intención del lector en su búsqueda.

¿Por qué desestructuró el título Franklin Mieses Burgos a tan sólo un año de haber publicado Presagio (uno de los cuerpos de Sin mundo ya y herido por el cielo), nombre éste que respondió en la publicación del 1943 a Yo estoy muerto con ella? Al parecer —el poeta contaba en 1943 con 36 años de edad—, Mieses Burgos comprendió que el marco de la dictadura no referenciaba un rumbo, sino un mundo objetivo existente fuera de él y podría haber intuido —a través de un proceso que albergó una serie de abstracciones— que dicho mundo referenciaba esa depresión que lo obligaba a enunciar su muerte con ella

“a la orilla del llanto sereno de la noche;
a la orilla del llanto donde caen las estrellas”.

Este reflejo de la naturaleza, como posicionamiento ubicado más allá de la posible explicación metalingüística del poeta, pudo posibilitar que la referencialidad estudiada a través del filtro de varios meses de una experiencia de autolectura, terminara por madurar el cambio de título y, así, posibilitar una variación del texto total  en el poema.

Pero en Sin Mundo ya y herido por el Cielo, opera prima de Mieses Burgos, no se cuela por ningún intersticio el discurso ideológico del universalismo como categoría histórica:

¿Qué descarnada mano de arcángel o demonio
 en la insondable noche donde termina el mundo
me está cerrando siempre tu ventana más alta?
¡Esa ventana tuya por donde yo he querido lanzar mi último grito,  mi más pesada piedra de soledad crecida![6]

…sino una vinculación, una ventana hacia lo social por donde el poeta adquiere el conocimiento a través del reflejo de la realidad con la otra ventana, la de ella, lo que constituye una pretendida inmersión en lo amoroso-sentimental y no en lo social-objetivo, en esa realidad cruel e inhumana de la dictadura.

Posiblemente al escribir el poema Mieses Burgos recibió la descarga evocativa de aquel grito en que Moreno, Avelino y Zorrilla, desgranaron las raíces profundas del alma nacional y volcaron en la totalidad de nuestra historia los mulatajes, las lágrimas, los estupores y las migajas de esta patria asaltada, en la revista Cuna de América, para protestar —como miembros del movimiento postumista— en contra de la intervención yanqui del 1916. Este recurso del poeta, esta incursión solapada pudo exonerar todo el proyecto de La Poesía sorprendida de marginalidad hacia la dictadura, de la misma forma que el Poema de la Hija Reintegrada lo hizo con el Proyecto Postumista. Sobre todo, en cuanto a la práctica mimética —inmersa en lo ideológico— de un discurso anegado en la metafísica, hacia lo que los propios proyectistas sorprendidos, aun muchos de ellos luchando por desvincularse de aquella influencia, no podrán concretar jamás: negar su vinculación al postumismo. De ahí —no puede haber dudas—, a que La Poesía Sorprendida, al igual que La Generación del 48, son hijos legítimos del manifiesto que Andrés Avelino redactó y lanzó en 1921.
Franklin Mieses Burgos resumido (1907 – 1976)
Nació y murió en la ciudad de Santo Domingo. Autor de una breve e intensa producción poética. Resalta por su exactitud a la técnica, su profundo lirismo y conceptos filosóficos de tinte existencial. Mieses Brugos fue uno de los iniciadores del movimiento literario de su país llamado "Poesía Sorprendida". Se determina por el acendrado Surrealismo y por su posición antidictatorial, en este caso, contra el gobierno del dictador Rafael Trujillo. Otros poetas que formaron parte de este grupo otros autores como Freddy Gastón Arce, Aída Cartagena y Gilberto Hernández Ortega, entre otros.
Podemos citar, entre sus múltiples obras poéticas, cronológicamente, las siguientes: Torre de voces (1929 –1936), Trópico íntimo (1930 –1946), Propiedad del recuerdo (1940 – 1942), Clima de eternidad (1944), 12 sonetos y una canción a la rosa (1945 – 1947), Seis cantos para una sola muerte (1947 – 1948), El ángel destruido (1950 –1952) y Al oído de Dios (1954 – 1960). Aquí presentamos un florilegio entresacado de varios de estos libros.
CUANDO LA ROSA MUERE

Cuando la rosa muere
deja un hueco en el aire
que no lo llena nada:
ni el eco que sepulta
su desolado rostro
herido en otra arena,
ni la luz que va sola
en río transparente
hecho por serafines,
ni la sombra que es ala
de un pájaro de nieblas
nacido sobre el viento.
 
Cuando la rosa muere
deja un hueco en el aire
que no lo llena nadie.
 
Sólo el llanto lo anega
con sus blancas estatuas
de sal petrificada,
con sus astros caídos
y sus nubes viajeras;
sólo el llanto lo anega
en estrellas pequeñas.  
Cuando la rosa muere
deja un hueco en el aire
‑redondo como un nido‑
para acunar tu pena.



[1] La poesía sorprendida No.1, Octubre, 1943. Ciudad Trujillo.
[2] Página 8.
[3] Ídem.
[4] A través de sus teorías, el filósofo nazi Tomar Spann trató de reivindicar la germanización de la filosofía kantiana , liberándola de las supuestas interpretaciones sesgadas a la que habría sido sometida por parte de filósofos judíos
[5] Alcántara Almánzar, en Estudios de poesía dominicana, Capítulo X, p.266.
[6] Versos 1, 2, 3 y 4 de Conclusión.