Entrevista a Efraím Castillo (jueves 11 de noviembre del
2004 - Santo Domingo), para la elaboración de la tesina del estudiante de
literatura Jasper Vervaeke, sobre la novela El Personero
Efraim Castillo: Antes de responder la pregunta debo aclarar algo: no
escribí mi trilogía de novelas —integrada por Currículum (El síndrome de la visa), El Personero y Guerrilla
nuestra de cada día— evocando a Trujillo, sino al trujillismo, que es otra cosa. Trujillo fue tan sólo un hombre, un
accidente, un ente, alguien que por
inducción y persuasión de un organismo, que como los US Marine Corps, o marines,
debía dejar en el país un ordenamiento básico para los EE.UU.; recuperar el
pago de la deuda externa de la República Dominicana tras la compra efectuada
por la Santo Domingo Improvement Co. a la Westendorp, en
1897. El trujillismo, como dije, es
otra cosa. El trujillismo fue un
sistema que aglutinó inteligencia y fuerza brutal para incidir, de manera
absoluta, en la totalidad de la producción social dominicana, incluyendo, desde
luego, el más dominante ordenamiento de las demás estructuras. Por eso, el
atropello de Trujillo se operó desde un sistema que introdujo cambios radicales
en la vida del país y que —a cuarenta y tres años de su muerte— se siguen
sintiendo.
Posiblemente sea esta una de las razones
por las que critico, a menudo, a quien escribe sobre el trujillismo y se detiene, enfáticamente, en señalamientos
concernientes a los efectos negativos del hombre, obviando a priori las demás significaciones introducidas —para beneficio del
país— por la dictadura. Algo similar
ha ocurrido en mucha de la literatura construida alrededor de los regímenes
fascistas de Alemania y España, comandados por Hitler y Franco, donde —a veces—
se introducen las anécdotas e intrigas como paradojas
para —y como diría Wittgenstein— crear las incertidumbres y dudas que, casi
siempre devienen, cuando no en puro folclor, en mitos. Todo crítico literario
sabe que la historia comenzó —basta sólo con leer a Heródoto— con una simple
narración donde el tuétano de la historia era lo de menos porque lo
trascendente consistía en elevar la entretención de la cosa referida por encima
de la verdad histórica. Dos mil cuatrocientos años después, Wittgenstein, en su
Tractatus logico-philosophicus nos
señala que uno de los recursos para comprender
la historia es la evidencia y, cuando
todo falla, entonces apelando al silencio; es decir, callando.
La Era
de Trujillo, o sea, el régimen implantado por Trujillo (el trujillismo) fue un sistema integrado —y
constantemente alimentado en un espacio de treinta y un años—, por casi tres
generaciones de dominicanos, fortaleciéndose con inmigraciones de españoles,
judíos europeos, húngaros y japoneses, y para no sólo novelarlo o referirlo
como suceso o evento, el narrador o historiador no deben apoyarse únicamente en
la anécdota y el chisme, sino ubicar y referir las evidencias y sus consecuencias…
o callar. De ahí, entonces, a lo de llover
sobre mojado, a ese machacar de intrigas que oculta acontecimientos
desfavorables y favorables sobre la Era.
2. Pregunta: Usted nació en pleno trujillato (1940) y creció durante la Era. ¿Cómo fue
ser joven y adolescente en ese período? ¿Qué cosas recuerda particularmente?
¿Cómo era, por ejemplo, la enseñanza?
E.C.: La importancia de mi generación (la generación del 60) radica en que fuimos testigos de excepción de una época en que morían y nacían esquemas
y estructuras. Nuestra generación fue testigo —en su último estadio— del inicio
de la desaparición de los totalitarismos
y de ciertos humanismos, así como del
arribo inmisericorde de la peor de las ideologías —la del bienestar—, incubada por el new
deal de Roosevelt y catapultada por el fair
trade de los cincuenta, donde el ocio comenzó a apoyarse en la cibernética,
abriéndose a revoluciones que, como la cubana y la cultural china, fueron
paradigmas. Así, a nuestra generación le tocó comprender a-la-carrera lo que
significaba un esquema social enfermo y, tras sumergirnos en las fragmentaciones
y rupturas de sueños y utopías, ser empujados, cada vez con mayor incidencia,
hacia lo fácil, hacia ese borde alimentado por la cáscara y la apariencia.
Ser joven y adolescente en el trujillismo se reducía a dos apuestas:
loar o sucumbir (tal como ocurría con los jóvenes
y adolescentes de la Alemania nazi, de la Italia mussoliniana, de la Unión
Soviética estalinista, de la España franquista o de la China de maoísta). Por
eso, los que fuimos jóvenes y adolescentes en la Era, no fuimos diferentes a los jóvenes y adolescentes de la
Alemania nazi, de la Italia del Duce,
de la Unión Soviética de Stalin, de la España de Franco, ni de la China de Mao,
a excepción de que Hitler encendía a las juventudes alemanas con la
argumentación de una supuesta superioridad racial, de que Mussolini lo hacía
apoyándose en el viejo esplendor romano, de que Stalin —dándole la espalda a
las motivaciones marxistas—, explotaba un discutible paneslavismo; de que Mao
—con los vestigios de la grandeza china a cuestas— lo lograba con la muralla,
la ciudad prohibida y todas las glorias de las viejas dinastías; y Franco,
perversamente, con un catolicismo trasnochado.
Los que fuimos jóvenes y adolescentes
en el trujillismo sabíamos que el
mañana no nos pertenecía y por eso recurríamos a soñar hasta que se abrió,
primero la ventana del existencialismo
sartreano, y luego la puerta de la revolución
cubana, donde recibimos señales acerca de que no todo estaba perdido. El
existencialismo, como un-darnos-cuenta de que dentro de nosotros podíamos ser
libres, fue una coraza donde nos sumergimos algunos para luego estallar junto a
esa algarabía continental que fue la revolución cubana. Sin embargo, como todo
lo que forma la dicotomía dictadura-libertad, el régimen totalitario de Trujillo
calcó ciertas esencias de los europeos y jugó a la eternidad a través de
construcciones e intangibles que, como las edificaciones, la educación y las
ciencias, se emparentaban con el futuro.
3. Pregunta: “¿No éramos
más felices que ahora?” “¿De qué vale la libertad con hambre?” “Hoy, con el
Jefe, tendríamos menos libertad y más pan.” “¿Era aquello peor que esto que se
vive ahora?” Son algunas citas del libro, que vienen sobre todo de la Viuda.
¿Son cosas que hoy en día todavía les preocupan a los dominicanos? ¿Todavía es
difícil soltar ese pasado? ¿Qué opina sobre el tema?
E.C.: En el imaginario dominicano Trujillo no ha muerto, aún el
sesenta y cuatro por ciento de la población del país haya nacido después del
1961, año en que fue muerto. Y esto debido a que las estructuras del país
creadas por aquel sistema son, con muy pocas modificaciones, las que aún nos
gastamos. Posiblemente la más sólida de esas estructuras sea la milicia, creada
como un calco de la norteamericana y que, junto a la policía y los servicios de
inteligencia, era la encargada de guardar el orden durante la dictadura. A
pesar de que el cincuenta por ciento de los dominicanos nació a partir del
1986, es decir, veinticinco años después de la muerte de Trujillo, el hogar, la
escuela, la prensa y la industria editorial se han encargado de mantener viva
su imagen a través de condenas y, a veces, de loas, por una razón que parece
poco convincente: porque el tema de Trujillo vende.
Distinto a como se estableció en las
dictaduras de Stalin, Mussolini, Hitler y Franco, donde la exclusión de trotskistas, judíos y comunistas era una estrategia de
cohesión, Trujillo lo hizo a la inversa, atrayéndose a la crema y nata de la
intelectualidad pensante, ya fuera ésta izquierdista, como aconteció con
Francisco Prats-Ramírez, un derechista, como sucedió con el caso de Manuel
Arturo Peña Batlle; o de origen humilde, como sobrevino con Ramón Marrero
Aristy. Del mismo modo, Trujillo creó una oficialidad élite en los cuerpos
armados que, hasta el día de hoy, sus descendientes de tercera y cuarta
generaciones mantienen activa.
La analogía de qué diablos fue mejor
entre aquello y esto se establece a través de un cordón que no es umbilical sino
testimonial donde se columpian el desayuno escolar nutritivo, el obsequio de
uniformes y libros, la calidad del profesorado, la puntualidad del año escolar,
entre otros ítems. Europa y el mundo lo saben: las tiranías apuestan al futuro
con unas estrategias que, por lo regular, sobrepasan varias generaciones a
través de testimonios como el de la Viuda Monegal.
4. Pregunta: ¿Recurrió a
fuentes concretas o hechos concretos para evocar en los capítulos del Gordo y
del Flaco, por ejemplo, la teoría del antihaitianismo (138) o la llegada de los
cibaeños a San Cristóbal (140)? ¿Cómo procedió y cómo ve la relación con la
historiografía sobre Trujillo?
E.C.: El antihaitianismo
en República Dominicana no requiere ser rememorado para sentir sus latidos,
porque forma parte de nuestro modus
vivendi. El antihaitianismo nace con nosotros y nos acompaña a la escuela,
a la iglesia, a los lugares de diversión y, a veces, hasta lo sentimos presente
en los momentos de alta sexualidad. Pero ese péndulo de odio que se mueve sobre
los dominicanos no es unívoco en esta parte de la isla, ya que del otro lado, desde Haití, también vive y
molesta un sentimiento igual —o peor— hacia nosotros, sobre todo a partir de la
tiranía de diez años del caricaturesco emperador Faustin Soulouque (1849-59),
quien alimentó la idea de que la verdadera independencia dominicana era una
consecuencia de la haitiana y de que la isla total les pertenecía. Posiblemente
muchos europeos se pregunten la razón de que Haití, la colonia americana más
rica a comienzos del Siglo XIX, sea hoy, no sólo el país más pobre de
Latinoamérica, sino de todo el mundo. La razón es bien simple: mientras que
para un colonialista francés un negro era un esclavo, un colonialista francés o
europeo era el mismo demonio para un negro. Así de terrible era el odio que se
reciprocaban los amos y sus esclavos, un odio que tuvo su culminación a finales
del Siglo XVIII, haciendo estallar las primeras rebeliones hasta culminar con la
independencia haitiana en 1804. Pero la acumulación de maltratos a que fue
sometido el esclavo en Haití hizo que el recién liberado esclavo siguiera
odiando lo blanco y todo lo que él representaba: tecnología, lengua, cultura.
Dentro de ese odio entraban los mulatos porque no representaban la condición
emblemática de su identidad: el color negro puro. Así, la parte española de la
isla, con su población inmensamente mulata, se convirtió en blanco de esa
animadversión.
Otra noción para explicar ese odio
recíproco entre dominicanos y haitianos se encuentre alojado, tal vez, en las
piraterías inglesas, en los asentamientos de los aventureros normandos
franceses en la isla de La Tortuga y
—¿por qué no?— como lo señalé en mi novela Guerrilla
nuestra de cada día, concebido en dos acuerdos metropolitanos: la llamada Paz de Ryswick (1697) y el tratado de Aranjuez (1777), donde las
metrópolis sentenciaron el futuro de La
Hispaniola. Es decir, esos malditos tratados nos formaron tal como fuimos
y, peor aún, como lo que somos hoy y lo que tratemos de ser en el futuro. A
través de esos convenios este lado de
la isla fue condenado —por la corona española y el catolicismo romano— a uno de
los más crueles abandonos que conoce la historia.
Es penoso que, aún, mucha de la
historiografía española se adhiere a otras nociones para obviar los fenómenos
que la llevaron al atraso y, por consiguiente, a la pérdida de su
extraterritorialidad, como fue la preponderancia de la plantación como eje del complejo económico del Caribe, así como del
resto del continente y el mundo. Mientras España se aferraba a la explotación
del oro en un mundo preindustrial, Inglaterra y Francia propulsaban el comercio
del azúcar, cacao, café, algodón y tabaco (con mano de obra esclava), llevando
la plantación hacia un extraordinario
protagonismo comercial y convirtiendo a St. Kitts, Barbados, Jamaica y Saint
Domingue (Haití) en prototipos del desarrollo colonial. El historiador
británico Gordon Lewis (1987) relaciona ese periodo de esplendor colonial con
una ideología de la plantación que
catapultó la trata de esclavos hacia su mayor pico histórico. Ese modelo económico trató de ser copiado por
Puerto Rico y la parte española de Santo Domingo, pero por la pobre estrategia
comercial de la metrópolis nunca pudo despegar. Es importante decir aquí que
una de las ventajas del comercio marítimo de los ingleses y franceses se debió
a la utilización de naves más livianas y veloces que las empleadas por la
corona española, la cual, no obstante su fracaso con la llamada armada invencible, no copió las diseñadas por los armadores holandeses, quienes
fueron los verdaderos creadores de la modernidad.
El errado concepto de que la
independencia de la parte española de Santo Domingo fue una consecuencia —por
ósmosis— de la haitiana y que aún se mueve en Haití a través de consignas
aupadas por políticos e intelectuales, se disipa por una sencilla razón: la
esclavitud en este lado de la isla se reducía a una práctica sui generis, debido a la pobreza de las
plantaciones, ejerciendo este fenómeno el nacimiento de una sociología que aún
no se ha estudiado: la del mulataje
como categoría racial. Dentro del abandono a que fue sometido por la España, el
esclavista de nuestro lado socializó
con su esclavo y de esa vinculación germinaron el mulataje y el compadrazgo —en tanto amistad condicionada al juego
de dominó, la práctica de una santería alejada del animismo yoruba (o vudú,
que se oficia en Haití) y el bautizo de niños.
Para nadie es un secreto que Trujillo
era una fiel representación del mulataje
—como somos alrededor del cincuenta por ciento de los dominicanos—, una
condición que le fue señalada al dictador por los interventores yanquis a
comienzos de diciembre del año 1918, cuando se presentó ante los interventores
para su enrolamiento en el cuerpo de marines
con una recomendación del oficial norteamericano James McLean, amigo de Teódulo
Pina Chevalier, tío del futuro hombre fuerte dominicano. El enganche de
Trujillo al USMC fue producto de la necesidad norteamericana de formar a la
carrera un ejército de dominicanos debido a que sus mejores hombres destacados
en el país fueron conducidos a Europa para participar en la guerra.
Si algo ha caracterizado al personero dominicano a través de la
historia ha sido la facilidad con que se adhiere a la coba (la adulación o lisonja, si se prefiere) y a las serruchaderas de palo (expresión que
usamos cuando alguien, a través del chisme o de la intriga, hace perder su
posición a otro) y Trujillo era débil, sumamente débil frente a estas artimañas
cuando ensalzaban su gigantesco ego.
Por otra parte, a los cibaeños los vi llegar a San Cristóbal
porque vivía frente a frente a la escuela pública, que fue el lugar en donde
fueron recibidos por el gobernador provincial y otras autoridades civiles y
militares. Fue así como me convertí en testigo directo de aquella intermigración —que es el neologismo que
utilicé en la novela para exponer la teoría del mestizaje en uno de los
documentos del personero que
descubren los bibliotecólogos.
Aquel movimiento humano fue parte de
una política de mestizaje racial cuyo
fin era blanquear los residuos de los
asentamientos esclavos en las zonas de Hatillo y Nigua, en la provincia natal
de Trujillo. En uno de esos poblados —Nigua— se escenificó uno de los primeros
levantamientos de esclavos de América y fue baluarte del cimarronaje.
Los cibaeños
que fueron transportados a San Cristóbal estaban integrados por familias
(padres y madres jóvenes con hijos) y todos eran blancos provenientes, en su
mayoría, de las Lomas de Gurabo, una
zona suburbana de la ciudad de Santiago, en donde no abundaron las mezclas
entre españoles y esclavos. Esta intermigración
dio, desde luego, los resultados buscados, porque como viví cerca de cinco años
en la que se llamó ciudad benemérita
y luego me mantuve visitándola hasta que mi madre y mis hermanos fueron
obligados a abandonarla por razones políticos en el año 1959, pude observar
cómo numerosos muchachos y muchachas sancristobalenses se casaron con muchachos
y muchachas gurabeños. Una de las
familias cibaeñas que fue
transportada a San Cristóbal fue, precisamente, la del ex presidente Hipólito
Mejía, quien se autotitula, pomposamente, El
guapo de Gurabo.
5. Pregunta: “El
Personero” cuenta, también,
la historia de su propia creación. Así usted menciona (con demasiada modestia)
su propio nombre (“Efraim Castillo, un escritor de mala monta, pornográfico”).
¿Cómo ha procedido para escribir la novela?
E.C.: El Personero es una
novela polifónica, en donde voces provenientes de múltiples zonas (sujeto
problemático, sujetos satélites, coro y meta-sujeto) se mezclan para conformar
una unidad narrativa con una relación específica entre sus partes y la
totalidad del texto, y transitando alrededor de una estructura que responde al
enunciado de Lukács (1962) que define la novela como un ilimitado discontinuo
(que se) opone al infinito continuo de la épica. En El texto de la novela (1970) la psicoanalista y lingüista
franco-búlgara, Julia Kristeva, reafirma este concepto —que jugó un rol de
primacía en la literatura europea por casi cuarenta años— rescata lo referente
a la intertextualidad
de Mijail Bajtin, sobre todo en lo referente a la intersubjetividad (Kristeva, 1981). Mi inmersión como voz en el texto de El Personero obedece a una razón fundamental: evitar el concepto
falsificador de la realidad. Como locutor, como voz-guía para enrumbar una
trama que estaba reproduciendo demasiada realidad, inmiscuí mi nombre en el
orden de la ficción (aunque en son de burla)
para reafirmar que lo narrado obedecía a una ficción literaria y no a la
historia.
El Personero es el
resultado de dos procesos: el vivencial,
que modeló mi cultura, y el testimonial,
que fue el que me obligó, a través de mi rol de escritor, a exponer los nudos
problemáticos de un sistema que, aún, atenta contra la totalidad. Los
calificativos de escritor de mala monta
y pornográfico los inserto como un
preludio del fracaso de la aventura literaria proyectada por los
bibliotecarios, los cuales se forjaron su propia utopía con los despojos del
vía crucis de Alberto Monegal, el
personero.
6. Pregunta: El libro está
dedicado a Eugenio de Marchena y a otros que murieron bajo Trujillo. ¿Por qué
privilegió a De Marchena (220; 287)? ¿Qué simboliza para usted?
E.C.: Eugenio de Marchena, un capitán del ejército que orquestó
un complot contra Trujillo a mitad de los cuarenta, ha sido uno de los héroes
más olvidados de la República Dominicana y a quien, simplemente, se recuerda a través de una corta y estrecha
calle de Santo Domingo que lleva su nombre. Para comprender la heroicidad de De
Marchena, primero hay que entender qué constituyó el miedo en la sociedad dominicana, oprimida por una dictadura a la
que no le temblaba el pulso para robar, torturar y matar. Trujillo ascendió al
poder siguiendo un trazado yanqui de domesticación interna, en donde la tortura
era el preludio para detectar y aplastar cualquier conspiración, cercenándola
desde la parte sana del cuerpo. El dictador tejió —no sólo en la población
civil, sino también en su propio ejército— un pánico tal, que la delación en el
cuartel era más frecuente que entre el resto de la población. Desde luego, ese
terror, ese miedo dentro de los cuarteles sólo era percibido por los que, como
yo, estábamos vinculados al ejército a través de un familiar cercano. Mi padre,
Efraim Arturo Castillo, fue un oficial que entró a la milicia en 1922, en plena
ocupación yanqui, y alcanzó el rango de capitán, dieciocho años más tarde; es
decir, en 1940.
Por haber recortado el complot de
Eugenio de Marchena, insertándolo como una trama satélite dentro de la novela,
cuando la idea primaria era situarlo como un discurso dual de la historia,
sentí que era una obligación dedicar la obra a quien fue uno de los grandes
héroes de la resistencia antitrujillista.
Relación
con Vargas Llosa, La fiesta del Chivo
7. Pregunta: Su novela
comparte la temática, parcialmente, con “La
fiesta del chivo”. ¿Qué opina sobre este libro? ¿Cómo lo percibe en
relación a su libro y a la representación de Trujillo?
E.C.: La temática de La
fiesta del chivo no fue para mí una sorpresa, ya que la literatura de
ficción tejida alrededor de la Era de
Trujillo es sumamente abundante. El
Personero lo escribí quince años antes (1984) de que Vargas Llosa publicara
su novela y tengo tres testigos importantes para probarlo, ya que entregué a
ellos sendas copias del texto original: uno a la académica y crítica alemana
Frauke Gewecke, de la Universidad de Heidelberg (ver en el Anexo 1), quien hizo mención de la novela en uno de los más
importantes diccionarios literarios germanos, en 1989; otro a Lourdes de
Cuello, esposa de José Israel Cuello, a quienes dedica Vargas Llosa su novela
(ver en el Anexo 2 el plan de
relaciones públicas y publicidad que esbocé para el lanzamiento de La fiesta del chivo en República
Dominicana, que entregué a Lourdes en el mes de julio del 1999); y el tercero
al lingüista y crítico literario Diógenes Céspedes.
Quizás parezca mentira, pero no puedo
opinar sobre La fiesta del chivo
porque todavía no la he leído, aunque sí muchos de los trabajos que se han
escrito sobre ella, algunos de los cuales —sobre todo los correspondientes a
críticos dominicanos— coinciden en que el escritor nacionalizado español (cuya
novela La ciudad y los perros forma
parte de mi canon) tergiversó muchos hechos históricos, algo que Tzvetan
Todorov llama, cuando se cambian hechos, sentimientos y experiencias en una
obra de ficción, una infracción al orden.
Al respecto, considero que la creación
literaria puede ir hacia cualquier lugar dentro de eso que Antonio Elorza
enuncia como el orden de la ficción.
De ahí, a que para no caer en lo panfletario y operar la neutralidad ideológica,
la literatura de ficción debe respetar —según argumenta el propio Elorza— el orden de la vida y la realidad histórica.
Para explicar la complicidad de
numerosos intelectuales en el sistema trujillista, los fundí a todos y creé al personero. Por eso le negué al doctor
Diógenes Céspedes que el personaje problemático de la novela fuera Peña Batlle
(algo que nunca me creyó) o Garrido o Balaguer o Marrero Aristy. El personero
de mi novela está integrado por la mayoría de los intelectuales que operaron un
sistema de loas y complicidades dentro del tejido de la dictadura. Eso sí,
respeté los hechos históricos y asumí la responsabilidad de una ficción total,
tan sólo cómplice de ciertas coincidencias imposibles de salvar y que —como
explica Lukács en su Teoría de la novela,
apoyándose en Hegel—, se insertan en el texto cuando se enfrentan la totalidad de la vida a la totalidad del movimiento y los objetos.
8. Pregunta: Tanto en “La Fiesta del Chivo” como en “El Personero”, el sexo juega un papel
importante. En ambas novelas hay un padre que lleva su hija al Jefe. Sin
embargo, Urania y Marta reaccionan de manera totalmente distinta. En el caso de
la relación sexual entre Trujillo y Urania, se trata de violación, mientras que
a Marta le gusta; admira al Jefe. Parecen ser dos extremos. ¿Cree que ambas
reacciones se encontraron en realidad?
La diferencia entre Urania (el
personaje femenino problemático de La fiesta del chivo) y Marta (el de mi
novela) reside en que Vargas Llosa fabrica un falso expediente alrededor de su
personaje, estableciendo un encuentro violento, mientras que en mi novela lo
aderezo con un poema de Rubén Darío recitado por el propio Trujillo (¡Amoroso
pájaro que trinos exhala / bajo el ala a veces ocultando el pico; / que
desdenes rudos lanza bajo el ala, / bajo el ala aleve del leve abanico!), mientras ella toma
champán y él su brandy favorito, todo con el propósito de operar una metáfora
escatológica a partir de las imágenes significantes, porque, que se sepa,
Trujillo sólo violó mujeres cuando sirvió como oficial de las tropas de
ocupación —destacándose el caso de Isabel Guzmán, que reproduzco en mi obra Los inventores del monstruo. Se podrá
argüir que las amantes de Trujillo no fueron, en realidad, sus amantes, porque
la mayoría, la inmensa mayoría, fueron muchachas llevadas al dictador a cambio
de prebendas. Pero, exceptuando dos o tres, casi todas fueron casadas con
oficiales de las fuerzas armadas y ninguno de sus esposos guardó rencor hacia
el dictador debido a presuntas violaciones. A veces, se cometen errores de
falsificación extrema cuando se trata de conciliar ciertas necesidades narrativas.
9. Pregunta: ¿Está de
acuerdo si digo que Vargas Llosa, en su novela, se propone más bien denunciar
la violencia y mostrar la cara cruel del régimen, mientras que para usted la
Era es sobre todo el cuadro dentro del cual se desarrolla la historia? Es
decir, ¿usted se centra en los amores, las intrigas?
E.C.: El Personero es, ante
todo, una historia de amor que viaja alrededor de un círculo de horror e
intriga. Es una historia de amor como cualquier otra, excluyendo, desde luego,
que los personajes involucrados en el affaire
tienen compromisos insalvables con un tirano: Marta como amante favorita y
Monegal como ideólogo del reino. Pero en El
Personero busqué explayarme hacia una dialéctica social que debía tocar,
panorámicamente, las alegrías de un país que, ¡por fin!, había saldado su deuda
externa, logrando cierto grado de desarrollo por primera vez en su historia, y
las penurias de los que, como Eugenio de Marchena, deseaban otro tipo de
satisfacción. Desde luego, para describir el espíritu de la Era debía establecer los correlatos
ideológicos fundamentales que han incidido en el imaginario de la República
Dominicana desde su fundación: el peligro haitiano, por una parte, y la
dicotomía blanco-negro-mulataje, por
la otra, colocando a Monegal como el teorizador que los enlaza.
Tema
del amor, personajes
10. Pregunta: Usted
describe variantes del amor, no sólo heterosexual, sino también homosexual.
¿Qué función tienen estos fragmentos incorporados a la novela, sobre el día de
bodas, sobre el hijo de Monegal, sobre Marta y Sor Gatusa?
E.C.: Así como el machismo y la exaltación de la testosterona
constituyen un sistema de opresión en las dictaduras, el homosexualismo es su
contradicción, casi su némesis. Todas las narraciones de homosexualismo de mi
novela las inserto como parte de la otra
historia, de ese país clandestino que se movía dentro de la Era. Así, la carta de la amante que
narra a Monegal cómo es seducida por la
cuñada el día de sus bodas, y que los bibliotecólogos registran como el acto número 0001 del drama que vivió el país,
constituye, al igual que el episodio de Marta con Sor Gatusa, ejes de una cotidianidad que sobrevuela los tributos y
órdenes exigidos por las dictaduras. El caso de J. Antonio es otra cosa:
constituye la venganza de la Viuda Monegal por los excesos extramatrimoniales
del personero, los cuales la llevan, inclusive, a contagiarse de sífilis tras
un viaje de su esposo a Haití. Como una estrategia donde el odio, la angustia y
el dolor convergen violentamente, la Viuda Monegal conduce a J. Antonio hacia
su conversión en homosexual, vistiéndolo con ropitas de niña, comprándole
muñecas, e inscribiéndolo junto a sus hermanas en clases de ballet con la mejor
instructora de la época: Madame Corbett.
11. Pregunta: En cuanto a
Monegal, es obvio que le gustan mucho “las faldas”. ¿Se podría decir que
Monegal, en su relación con Marta, se muestra el polo opuesto del “macho
típico” (El Jefe), ya que Marta le hace perder la cabeza? ¿Se muestra una persona frágil, “débil” en la
opinión del “macho típico” para quien la mujer es mero objeto de deseo?
12. Pregunta: Monegal es
un intelectual cuya biblioteca contiene todos los clásicos de la literatura y
filosofía mundial. ¿Era posible tener tal biblioteca bajo la dictadura?
E.C.: La biblioteca que reproduzco en El Personero es la que heredó mi madre de su padre, Alberto
Arredondo Miura, mi abuelo, quien aprovechó sus múltiples viajes a Europa para
comprar libros y otros objetos que coleccionaba de manera casi enfermiza. Esa
biblioteca llegó a contar con más de quince mil volúmenes y antes de que fuera
arrestado y torturado en la vieja cárcel de Nigua por negarse a destruir los
archivos que contenían los procesos de abigeato (robo de ganado) de Trujillo y
sus familiares (mi abuelo era juez presidente de la Suprema Corte de Justicia),
se reunían en su hogar destacados intelectuales dominicanos: Juan Bosch, Alexis
Liz y Joaquín Balaguer, entre otros. Pero en el país había otras bibliotecas
fabulosas, como las de Emilio Rodríguez Demorizi, Francisco J. Peynado, Manuel
Arturo Peña Batlle, Víctor Garrido, José Ortega Frier, Gustavo
Mejía-Ricart, Rafael Damirón, Rafael
Américo Henríquez, y otras.
E.C.: La segunda acepción que da
al vocablo trepador el Diccionario de
la Lengua Española (de la Real Academia, 2001) es muy explícita: que trepa sin escrúpulos en la escala
social.
En el tejido social dominicano el acto de
trepar sin escrúpulos se ha
convertido en una verdadera epidemia, enraizándose en todos los niveles: los
partidos políticos, la iglesia, los institutos armados, la burocracia oficial,
las estructuras industriales. Pero al trepador
no se le debe confundirse con el tíguere,
en virtud de que éste adolece de la estrategia con que aquél opera. Mientras el
tíguere establece su plan de acción a
través de una descarada inmediatez,
asaltando por sorpresa a su víctima (para pedir o engañar), el trepador opera la sumisión, la coba y un
servicio ilimitado de patrañas y denuncias que puede alcanzar la alcahuetería,
primero, y el crimen, después.
En El
Personero presentó a Gómez y Martínez como los trepadores por antonomasia.
Martínez trepa a través de su hija y Gómez a través de otros trepadores utilizando su experiencia burocrática y el
conocimiento profundo de los personeros que se mueven en el círculo íntimo de
Trujillo.
Praxis
escritural
14. Pregunta: Usted integra
elementos de una novela policiaca tradicional en la trama y se refiere a
autores como Dashiell Hammett (360), a personajes como Holmes (319). ¿Lo
influyó mucho este género que sólo ha adquirido más fuerza desde hace dos
décadas en América Latina?
E.C.: Definitivamente comencé a escribir El Personero con la idea de realizar una novela negra, un género
que me apasionó desde que leí las tres historias de Poe que lo crearon: Los crímenes de la calle Morgue, El misterio de Marie Roget y La carta robada. Las historias de Poe
hicieron que cavilara acerca de si Los
miserables, Crimen y castigo y
otras grandes novelas no entraban en
el mismo género negro. Porque, ¿no es acaso, no sólo la novela, sino la literatura negra (que muchos estudiosos
consideran que nació con el Edipo Rey
de Sófocles), una estructura donde se insertan uno o varios crímenes que un
sujeto (en este caso un detective, o un intelectual, o un científico) debe
investigar a través de métodos establecidos o nuevos, obteniendo en el
desarrollo de la trama múltiples respuestas salpicadas de violencia, hasta
alcanzar o dejar latente una solución
inesperada? Al principio pensé en titular la novela como La conexión del halcón, tal vez
influenciado por El halcón maltés de
Dashiell Hammett, pero comprendí que el texto no reunía esa estructura del pulp, ni mucho menos del hard boiled, y aunque tanto el Gordo como el Flaco podían incrustarse en las señas clásicas de los
investigadores del serial negro, carecían de la violencia e intuición de los
detectives norteamericanos y franceses (como un Sam Spade o un Inspector
Maigret de Simenon), desprovistos, asimismo, de la elegancia de los
postvictorianos (Sherlock Holmes y Hércules Poirot). Así fue que decidí
olvidarme del género negro, dejando a un lado los asesinatos presupuestados e
insertando, como un halo de misterio, el caso de la hija de Marta, que tanto
Monegal como Trujillo consideraban suya.
15. Pregunta: ¿Por qué son
siempre muy gruesas las novelas que publica?
E.C.: Horacio Quiroga, el más intenso de los cuentistas
latinoamericanos, sabía que para escribir una historia corta se tenía que tener
en cuenta hacia donde se iba, destacando que las tres primeras líneas revestían
casi la misma importancia que las tres últimas. Pero eso, desde luego, sólo
puede aplicarse al cuento, no a la novela. La novela es —volvamos a Lukács— un ilimitado discontinuo y, como agrega
Julia Kristeva, un relato que debe
superar la epopeya y al (propio) cuento. Kristeva afirma que en la novela, la unidad del universo no es
ya un «hecho», sino un «fin», en el que la investigación introduce un elemento
dramático. Superar la epopeya y al propio cuento lo podemos encontrar en
una reducida exposición como en el Pedro
Páramo, de Rulfo, o en una extensísima relación de relatos conectados a un
personaje problemático, como en el Ulises
de Joyce. Es decir, que en la novela no entra —y sigo con la Kristeva— una definición precisa y satisfactoria
en cuanto al grueso de su extensión.
Cortázar comparaba al cuento con una fotografía y a la novela con el cine,
argumentando que en la medida que una
película es, en principio, un «orden abierto», novelesco, una fotografía
presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo
que abarca la cámara.
La novela, como un corpus donde la mutación es posible, puede extender o contraer la
vinculación de los textos respecto a la autonomía de los sujetos. Por eso, en
esta trilogía conformada por El Personero, Currículum (El síndrome de la visa) y Guerrilla nuestra de cada día, no
escatimé los riesgos de la extensión respecto a la popularidad ni a las ventas.
La ventaja de los que escribimos sin la presión de una editorial que busca,
entre otras cosas, el éxito mercadotécnico para obtener beneficios, es que
podemos explayar la creatividad absorbiendo
las convergencias históricas para transformarlas en objetos totales.
Entonces, he ahí la respuesta del
porqué las novelas que estructuran esta trilogía cuentan —cada una— con más de
ciento veinte mil palabras.
16. Pregunta: Usted
integra dominicanismos en cursiva. ¿Por qué opta por esta demarcación?
E.C.: El empleo de las cursivas
para ciertos dominicanismos y otras palabras (como algunas toponimias) lo
realizo para facilitar la identificación de ciertos vocablos para los que, en
el futuro, intenten traducir mis novelas. Se debe recordar que el traductor
tiene que asumir la identidad de lo traducido, convirtiéndose en un doble de lo expresado en el texto
original. La traducción implica un acto donde la lengua traducida deja de ser local para convertirse en la de la
traducción. Al convertir la locución vernácula en cursiva sólo trato de
advertir al futuro traductor —ese interpretador que asumirá el papel de doble— que debe respetarla, encapsulándola
en el mismo formato o, simplemente, permitiéndole continuar su voz en la lengua madre, evitando eso que
Roman Jakobson (1979) enuncia como la
interpretación de signos lingüísticos por medio de otros signos de la misma
lengua (rewording). Así de
simple.
17. Pregunta: En cuanto a los críticos literarios, en el libro leemos:
“Es la única profesión que mezcla, sin pasión desde luego, lo ruin y lo
espantoso, en un aquelarre vergonzoso”. ¿Cómo ve al crítico literario?
E.C.: Si el traductor es un intérprete del tejido textual para
volcarlo en otra lengua, el crítico es un médium,
un Dios para el cual un sistema de signos debe ser, ante todo, fiel a la
totalidad reproducida, y en donde tema, motivo y trama deben situarse más allá
del contenido y de la forma a través de un juicio reflexivo y desapasionado.
Usualmente el lector de ficción vincula las variables textuales implícitas en
el tema, el motivo y la trama, a los referentes de su vida. Por eso veo la
función del crítico como una labor donde el desmonte profundo de lo
verdaderamente trascendente del texto se convierta, o en paradigma, o en
paréntesis, como diría Baudrillard. Para mí, el crítico, el verdadero crítico
literario, como médium, debe saber
distinguir la falsificación de lo legítimo, la verdad de la simulación y la
realidad de la apariencia, emitiendo un sonoro eco que sirva de guía a los
lectores. Desgraciadamente —y exceptuando a uno o dos, no más— los que
practican la crítica literaria en la República Dominicana adolecen de estos
atributos, porque vinculan sus sentimientos con el texto criticado y esto,
desde luego, se ha convertido en una retranca para el progreso de nuestra
literatura.
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