miércoles, 5 de septiembre de 2012


Una simple pelota

 Por Efraim Castillo

 
 
—¿POR QUÉ LO hizo? ¿Por qué le disparó a Pedro Domínguez por una simple pelota de béisbol? ¿Acaso esa simple pelota de béisbol, vieja, viejísima por demás, es más valiosa que un vecino con el que usted compartió muchos momentos de su vida? Algunas personas del barrio afirman que entre usted y él existía una fuerte amistad… Entonces, ¿qué pasó? ¿Podría explicármelo, señor Pérez?

—¿Explicárselo, coronel? ¿Cómo podría explicárselo, si usted ha juzgado como una simple pelota de béisbol la razón de mis disparos?

—Pero, ¿acaso no fue una simple pelota de béisbol lo que le hurtó Domínguez? ¡Mírela… aquí está sobre esta mesa donde le interrogo! ¿Acaso no es una simple pelota de béisbol, aunque un poco amarillenta? ¿Acaso no es una simple pelota de béisbol que lleva la marca Wilson… posiblemente fabricada en Haití, pero que, ahora, y según me cuentan, son fabricadas por Rawlings en Costa Rica?

—La marca ni donde se fabrica una pelota importan, lo que importa es la hazaña que se realice con ella y quien la ejecuta… Ahora bien, coronel, si usted mira la bola desde el ángulo de quien la fabrica… entonces sí, se convierte en una simple pelota de béisbol… Pero si la observa desde otro ángulo, entonces todo puede cambiar. Por ejemplo, ¿ha observado la firma que tiene estampada esa simple pelota de béisbol?

—A ver… a ver… ¡Sí, noté que tiene una firma algo borrosa! Pero, dígame, Pérez, ¿qué vale esta simple pelota de béisbol con la firma de… sí, aquí la puedo leer… la firma de Guayubín Olivo? ¿Cree usted que esta simple pelota de béisbol con la firma de Guayubín Olivo vale más que la vida de Domínguez, que fue su amigo y vecino por más de veinte años? Explíquemelo… ¡por favor!
 
 Guayubín Olivo


—Antes de contestarle, permítame preguntarle, coronel, ¿ha tenido usted héroes… héroes trágicos… héroes que rescataron desde lo más profundo de sus frustraciones las sonrisas y los sueños escondidos?

—¿A qué se refiere, Pérez? ¿Desea que le escriba una lista de mis héroes favoritos?

—Sí, coronel, por favor… descríbame algunos de sus héroes favoritos…

—¡Ah, Pérez! ¿Qué desea, en verdad? ¿Acaso cree usted que si le menciono algunos de mis héroes favoritos podrá apartarme del curso lógico de este proceso investigativo, el cual, aunque ya está prácticamente definido como intento de asesinato premeditado, debemos completarlo con los verdaderos motivos que lo provocaron, porque ni mis superiores ni yo creemos que se debió al hurto de una simple pelota de béisbol?

—Podría ser, coronel, que sus superiores y usted tengan dudas…, pero, ¿por qué no responde antes mi pregunta acerca de si ha tenido héroes… héroes …trágicos… héroes que rescataron desde lo más profundo de sus frustraciones las sonrisas y los sueños escondidos…

—¡Ah, Pérez! ¡Sí, he tenido héroes, muchos héroes, aunque no sé si fueron trágicos, capaces de rescatar mis sonrisas y sueños! Pero, ¡sí, Pérez, he tenido héroes!

—¿Por qué no me enumera dos… o uno de sus héroes?

—¿Sólo uno?

—Sí, coronel… uno…

—Bueno, podría mencionarle a Supermán…

—¿A Supermán?...

—Sí, Pérez… ¡A Supermán! ¿Qué? ¿Acaso Supermán no ha sido el héroe de miles, de millones de niños en todo el mundo?

—Sí, es cierto, coronel… Ese sujeto ficticio que esconde su verdadera personalidad ha sido héroe de millones de niños en todo el mundo… Pero, ¿no ha tenido héroes locales… personajes dominicanos de carne y hueso?

—¿Cómo quién?

—Seres humanos, coronel… En nuestro país han existido personajes, decenas de personajes que encajarían perfectamente en la categoría de héroes… de héroes trágicos…

—¿Como cuáles?

—Como el cacique Enriquillo, por ejemplo… como Duarte… como Manolo… ¡Ellos fueron héroes!

—Sí, Pérez… ¡Ellos fueron héroes! Pero, ¿por qué yo habría de querer asesinar por ellos? ¿Quién los insultaría frente a mí? ¡Dígame, Pérez!, ¿quién, frente a mí, insultaría a Enriquillo o a Duarte?...
 
 Juan Pablo Duarte


—¿O a Manolo, coronel?

—Bueno, Pérez, a ese permitiría que lo insultaran porque fue un comunista… pero ni a Enriquillo ni a Duarte permitiría que los insultaran en mi presencia. Ahora, dígame, ¿acaso Enriquillo y Duarte fueron héroes trágicos?

—¿Lo duda usted, coronel?

—Sí, lo dudo, Pérez. Enriquillo fue un opositor a la explotación que practicaban los españoles contra su raza… y Duarte fundó la República… Entonces, ¿dónde está la parte trágica de sus heroísmos?

—¡Ah, coronel, recuerde como murieron ambos, en la miseria, arrancados de cuajo de sus luchas! ¡Ah, coronel, si pudiera usted comprender algo de lo que es el ser trágico, la  tragedia, la oposición entre lo sagrado y lo total, entre lo humano y lo que lo trasciende! Enriquillo, Duarte y el Manolo al que usted llamó comunista, despertaron en nosotros ese sentimiento de oposición, ese vínculo entre lo sagrado y la experiencia de la totalidad, aún a costa de lo que soñaron, de lo que buscaron…

—Bueno, Pérez, creo que usted pretende conducirme hacia un camino enredado, hacia una zona donde procura atenuar la acusación que se le sigue. Y si eso es lo que intenta, sepa usted que no lo conseguirá… Desear dar muerte a alguien por insultar a Duarte no puede ser considerado igual que hacerlo por robarse una simple pelota de béisbol. Es más, aceptemos que Duarte, Enriquillo y Manolo fueron héroes trágicos para correspondernos con ese sentimiento que usted señala como de oposición entre lo sagrado y la experiencia de la totalidad… Sin embargo, héroes trágicos o no, nadie tiene el derecho de intentar asesinar en sus nombres… aunque haya situaciones atenuantes…

—¿Como una simple pelota de béisbol firmada por Guayubín Olivo?

—¡Eso menos, Pérez! ¿Cómo se podría considerar un motivo de atenuación una simple pelota de béisbol? Además, ¿considera usted que el robo de ese objeto firmado por Guayubín Olivo puede equipararse a un insulto lanzado contra Juan Pablo Duarte?

—¿Qué edad tiene usted, coronel?

—¿Cuál aparento?

—Viéndolo así, con su uniforme, usted representa unos treinta y cinco años… más o menos…

—Tengo treinta y dos… ¡tres años menos! Nací en 1976, pero esta vida entre los cuarteles envejece mucho. Figúrese, Pérez, que ingresé a los dieciocho años a la academia policial de Hatillo, en San Cristóbal, casi inmediatamente después de graduarme de bachiller en el Politécnico Loyola…

—¿Lleva catorce años en la policía?

—Más o menos… Pero, dígame, Pérez, ¿por qué me preguntó la edad?

—Por la firma estampada en esa simple pelota de béisbol… Pero, ¿puedo hacerle otra pregunta?

—¡Claro, Pérez!

—¿Le gusta el béisbol?

—¡Claro que sí?

—¿Y cuál equipo le gusta?

—Las Águilas…

—Pero me dijo que estudió en el Politécnico Loyola… ¿Acaso no nació en San Cristóbal?

—Sí, Pérez… nací en San Cristóbal.

—Me extraña, coronel, que habiendo nacido en San Cristóbal, no simpatice usted con los Tigres del Licey, que es el equipo que goza de mayor simpatía en la Región Sur. Imagínese usted que dos de las glorias liceístas, Olmedo y Fiquito Suárez, nacieron en San Juan de la Maguana.

—¿Considera usted que esos dos sanjuaneros pueden arrastrar una zona tan extensa como el sur en sus simpatías beisboleras?

—Si lo mira así tendría que darle la razón, coronel. Sin embargo, en el campeonato nacional del año 1936, ganado por el conjunto representativo de San Pedro de Macorís y, por ende, de la Región Este, el equipo de Santiago llevó el emblema de un águila en una de las mangas y, al año siguiente, para el campeonato nacional del 1937, los dirigentes decidieron llamar al team Águilas Cibaeñas. Ese año el Licey y el Escogido se unieron para llamarse los Dragones de Ciudad Trujillo, quedándose el Sur sin una representación. Es por eso que el Licey tiene, desde entonces, las mayores simpatías en esa extensa región del país, seguido por el Escogido. Recuerde, coronel, a pesar de que usted era muy joven, que el fracaso de los Caimanes del Sur se debió a eso, a que el Licey es el equipo, no sólo de la capital, sino también del Sur.

—¡Ah, Pérez, mi simpatía por las Águilas se debe a que mis abuelos nacieron en Gurabo y fueron reubicados en San Cristóbal a finales de los años cuarenta, cuando Trujillo trasladó hacia su ciudad natal a muchos cibaeños…

—Sí, he leído y escuchado acerca de aquella intermigración de Trujillo para mejorar, según algunos historiadores y poetas, la raza negra y mulata de los sancristobalenses… ¿Entonces, coronel, es por eso que simpatiza usted con las Águilas Cibaeñas?

—Sí, Pérez. Mis abuelos, desde que se reinició la pelota profesional en 1951, le infundieron a mi padre la simpatía por las Águilas y él me la transmitió a mí… y esa es la razón de mi fanatismo por las Águilas…

—O sea, coronel, que usted es fiel a los sentimientos de sus abuelos… no a la región que le vio nacer.

—¡Bah, Pérez, el lugar de nacimiento no influye más que el corazón del hogar, donde uno come y duerme!

—Me agrada que usted diga eso, coronel…

—¿Por qué le agrada, Pérez?

—Por una sencilla razón…

—Dígamela…

—Porque a la larga, cada ser humano pertenece física, moral y psíquicamente al hogar materno. El interior de la familia es la verdadera región, el verdadero mundo del ser humano y es a ese mundo, con sus virtudes y defectos, al que nos debemos. En mi familia, coronel, todos hemos sido liceístas y debido a eso respiro y sufro por mi equipo y sus héroes.

—¿Tan profundamente ama usted ese equipo, Pérez?

—Sí, coronel… ¿y sabe algo?

—Dígamelo, Pérez.

—Yo estaba ahí, coronel, se lo aseguro…

—¿Dónde, Pérez? ¿Dónde estaba usted?

—En el play de La Normal, aquél sábado 22 mayo del año 1954.

—Bueno… ¿y qué pasó aquél sábado?

—Aquella fue una tarde maravillosa. Yo tenía apenas 13 años y mi padre me llevó al play de La Normal. La verdad, coronel, es que deseé no haber asistido a presenciar ese juego entre Licey y Escogido, cuyo lanzador nos estaba tirando un juego sin hits ni carreras. Entonces, al llegar al noveno inning, el manager del Licey, Oscar Rodríguez, llamó a Guayubín Olivo a batear de emergente. ¡Ah, coronel, si usted hubiese estado ahí como fanático liceísta! Todos nos pusimos de pie, incluyendo los escogidistas. Guayubín se paró en el home plate y, quitándose la gorra, volvió su cabeza hacia las graderías para saludar.

—Bueno, Pérez… ¿qué pasó con Guayubín de emergente?

—¡Pasó lo que se esperaba de él, coronel! Dio un sencillo que rompió el no hitter e impulsó la carrera que dio el triunfo al Licey!

—¿Se esperaban siempre esas cosas de él?

—¡Claro que sí, coronel! ¿Qué cree que pasó el sábado siguiente?

—Dígamelo, Pérez… ¿Qué pasó el sábado siguiente?

—Aquél sábado, 29 de mayo, Oscar Rodríguez seleccionó a Guayubín para lanzarle al Escogido…

—¿En el mismo estadio?...

—Sí, coronel, en el mismo estadio. El play de La Normal era el hogar del Licey y el Escogido… de la misma forma que lo es hoy el Estadio Quisqueya. Esa tarde, esa maravillosa tarde, mi papá tenía una cita con sus amigos para escuchar el partido por radio. Pero como Guayubín había sido seleccionado para lanzar, le supliqué que me llevara. Recuerdo que tenía comienzos de gripe y algo de fiebre y mi padre me dijo con voz severa que no me llevaría.

—Bueno… ¿y entonces, escuchó el juego por la radio?

—No, coronel. Hablé con mi mamá para que convenciera a papá… ¡y lo convenció! Entonces mi padre invitó a sus amigos al play y fuimos todos a ver a Guayubín lanzar frente a los odiados Leones del Escogido.

—¿Entonces? ¡Cuénteme!, ¿qué pasó ese sábado?

—Ese sábado, coronel, Guayubín realizó una de sus más grandes hazañas… ¡lanzó un juego sin hits ni carreras! ¡Ganamos tres carreras a cero y las tres carreras azules las remolcó el receptor Valmy Thomas! ¡Qué tarde aquella! Cuando salimos del play mi papá invitó a sus amigos a recorrer los bares de la parte alta de la ciudad y regresamos a casa en la madrugada. ¡Qué noche aquella, coronel! El nombre de Guayubín, o Guayubo, como le decíamos todos, o La Montaña Noroestana, como le llamó Félix Acosta Núñez, sonó decenas de veces… ¡Por Guayubín!, gritaban, levantando las copas. ¡Por el inmenso Guayubo!, voceaban, mientras bailaban guarachas y sones importados desde Cuba. ¡Por la Montaña Noroestana!, resonaban las voces de mi padre y sus amigos al brindar por el lanzador liceista.

—Parece una historia bonita, Pérez… ¡y lo es! Sin embargo, volviendo al presente, ¿cree que una simple pelota de béisbol firmada por él vale la vida de un hombre?

—Si usted lo mira así… puede que no, coronel. Pero, ¿sabe usted qué es lo lúdico?

—Creo que es la actividad que se relaciona con lo erótico, con el sexo… ¿o no?

—No, coronel, no tiene nada que ver ni con lo erótico ni con el sexo… a menos que ambas actividades se conviertan en juego, en mera diversión. Lo lúdico es otra cosa, es una relación que trasciende lo emocional del juego para desembocar en reciprocidad, en puro goce. Y aunque el vocablo proviene del latín ludus, no fueron los romanos los que inventaron los juegos, ya que todas las civilizaciones que los precedieron practicaban esparcimientos, alcanzando éstos su plenitud en la antigua Grecia con los juegos panhelénicos, que eran cuatro: los olímpicos, los píticos, los nemeos y los ístmicos. Así, coronel, lo lúdico abarca toda la actividad que relaciona al ser humano con el esparcimiento y el goce absolutos… La música, coronel, las manifestaciones folklóricas, el arte y los deportes… ¡todas las manifestaciones donde lo humano busca la recompensa por vivir, por existir, son actividades lúdicas!

—Pero, ¿para qué me dice eso? ¿Cree que por explicarme lo que significa lúdico se atenuará su delito? Recuerde, Pérez, que usted le disparó a Domínguez, no como un juego, sino con la intención de matarlo… ¡de asesinarlo!

—¡Lo sé, coronel… lo sé! Recuerde que Domínguez me robó una pelota de béisbol…

—Sí, Pérez… ¡le robó una simple pelota de béisbol! ¿Y cree que esa sustracción merecía que le disparara?

—Pero recuerde usted que esa simple pelota de béisbol estaba firmada por Guayubín Olivo!

—¡Ya lo sé, Pérez! ¡Me lo ha venido diciendo desde que lo arrestamos ayer! Y porque creo que esa simple pelota de béisbol no fue la verdadera razón de su intento de asesinato es que está usted siendo interrogado por mí.

—Aún no le he contado, coronel, acerca del día en que Guayubín Olivo me firmó esa simple pelota de béisbol.

—¿Acaso no fue el día del no hitter?

—No, coronel, no fue aquél sábado 29 de mayo de 1954…

—¿Y cuándo fue?

—Fue la noche del lunes 21 enero de 1957.

—¿Qué pasó esa noche, Pérez?

—Esa noche el Licey decidía, frente al Escogido, el campeonato de la ciudad y la serie regular correspondiente al torneo 1956-57, en el Estadio Quisqueya, que se había inaugurado el 23 de Octubre de 1955. Yo tenía entonces quince años de edad y asistí al play con algunos amigos…

—Bueno, Pérez… ¿qué pasó aquélla noche?

—El juego llegó empatado a seis al décimo inning y el manager del Licey, Eddie Lopat, llamó a batear de emergente en ese episodio a Guayubín, quien dio el hit para ganar el encuentro 8 a 6. Aquello fue una locura y mis amigos y yo nos lanzamos al terreno de juego y llegamos hasta el inmenso Guayubo, quien nos abrazó y fue ese día que me firmó esa simple pelota de béisbol, coronel.

—¿Y usted ha mantenido esa pelota por más de cincuenta años?

—¡Cincuenta y un años, coronel! Esa simple pelota de béisbol me ha acompañado desde entonces y ha sido testigo de risas y lágrimas, de amores y desamores…

—¡Vaya, Pérez! ¡Nunca había visto tanto amor por un simple objeto!

—La vida tiene marcas y los objetos rememoran esas marcas, coronel. Son como mojones a lo largo del camino. Esa simple pelota de béisbol, ese simple objeto, estuvo conmigo la noche de ese mismo lunes, 21 de enero de 1957, cuando mi padre cayó asesinado por esbirros de la dictadura en un allanamiento a nuestra casa. Estuvo conmigo, también, el día 15 de enero de 1960, en que mi hermano Alberto fue introducido en uno de los carros del SIM y nunca más lo volvimos a ver… Asimismo, el fatídico día 25 de septiembre de 1963, cuando los malditos golpistas derrocaron a Juan Bosch. ¡Ah, coronel, los objetos… los simples objetos como esa pelota de béisbol pueden significar lo inimaginable, sobre todo cuando llevan la firma de un gigante como Guayubín Olivo, el Guayubo por el que mi padre se deleitaba con sus proezas en los momentos aciagos de su vida! La verdad, coronel, es que esa búsqueda lúdica, gozosa de la vida, no la podría llenar con ningún otro deporte que no sea el béisbol. Mis hijos juegan tenis, basket, ping pong… y algunos de mis nietos se están aficionando al golf, pero el béisbol está entroncado como una raíz profunda, bien profunda en el alma de este pueblo. ¿Y cómo no, coronel, si los héroes trágicos como Guayubín Olivo se han encargado de escribir con hazañas imperecederas el orgullo nacional en los libros de récords?

—¿Récords? ¿Cuáles récords?

—Uno de ellos, el primero que recuerdo, fue durante la celebración en Medellín de los Quintos Juegos Centroamericanos y del Caribe, en 1946, participando nuestro país por primera vez en ese evento y donde Guayubín lanzó trece innings de una carrera y cuatro hits. ¡El país ganó la medalla de plata en esos juegos, Coronel, perdiendo el oro en un juego de desempate con Colombia! ¿Qué le parece? Pero, ¿hasta dónde podría exigírsele a un lanzador una cantidad de récords como los dejados por el Guayubo? Ningún lanzador en nuestro béisbol, coronel, podrá ya completar 70 juegos; ni tampoco alcanzar un promedio de ganados y perdidos de .652, lanzando 1335.2 entradas, como lo estableció Guayubín; ni acrisolar tres no hitter; ni llegar a ganar 86 juegos; ni ponchar 742 contrarios; ni, mucho menos, abanicar a 160 hombres en una temporada; ni batear como él lo hizo, convirtiéndolo en el lanzador más productivo, una merecida fama que había comenzado en 1951, año en que empujó treinta carreras y disparó diez dobletes… Guayubín fue tan inmenso, coronel, que dejó una efectividad al retirarse de 2.11, sólo superada por un gigante llamado Juan Marichal, que estableció el récord con 1.87, pero en sólo 557.1 entradas. Guayubín Olivo llegó a ganar tres veces diez o más juegos en una temporada. Y si usted investiga los registros dejados por Guayubín en el béisbol del Caribe, encontrará páginas escritas con el sudor y valor de un extraordinario hijo de esta Patria.

—¡Vaya, Pérez, ya voy comprendiendo su gran amor por esta pelota!

—Guayubín fue tan grande, coronel, que los Piratas de Pittsburg lo subieron a las Grandes Ligas a los 41 años…

—¿A los 41 años?

—Sí, coronel… ¡a los 41 años, una edad en que la mayoría de los jugadores se encuentran regando las flores del jardín! Por eso, hoy, a punto de cumplir sesenta y ocho años y escuchar las hazañas de nuestros peloteros que juegan en el béisbol de las Grandes Ligas, rememoro al Guayubo de mi infancia y adolescencia, y lo veo caminar lentamente hacia el box con la espalda ligeramente encorvada, pero permitiendo que el número que inmortalizó, el nueve, sobresaliera desde sus anchas espaldas… Sí, coronel, lo veo avanzar hacia la llamada colina de los sustos como quien desea pasar desapercibido para la multitud delirante, para nosotros, los fanáticos que seguimos su carrera, y lo observo calentar su brazo zurdo, diciéndole al coach de pitcheo que está listo para enfrentarse al bateador.

—¡Oh, Pérez, lo voy comprendiendo!…

—Aunque antes no se medía la velocidad de los pitcheos, coronel, sé, estoy seguro, que sus lanzamientos sobrepasaban las noventa y cinco millas por hora, porque mi padre y yo, cada vez que enviaba su bola rápida al home plate no la veíamos y sí podíamos seguir los grandes arcos que trazaban sus curvas. Pero también lo veo, al inmenso Guayubo, coronel, llegando al cajón de bateo para agotar un turno y, al recibir uno de los lanzamientos del pitcher contrario, disparar los batazos que lo convirtieron en una amenaza como bateador emergente, una merecida fama que había comenzado en 1951, año en que hizo estragos empujando carreras. Muchas veces me he preguntado si, acaso, no fueron aquellos años los mejores de mi vida…

—¿Tan profundamente lo admiraba?

—Sí, coronel. El recuerdo de Guayubín Olivo es una página de regocijo que guardo en las fibras más tiernas de mi corazón…

—¿Cuándo escuchó su nombre por primera vez?

—Apenas tenía seis años de edad cuando escuché por primera vez su nombre. Fue en la ciudad de Barahona, allá en el Sur profundo dominicano, donde mi padre trabajaba como contador en el ingenio.

—¿Cómo escuchó aquél nombre, Pérez?

—Lo escuché al gritarlo el chofer de mi padre.

—¿Cómo… cómo lo escuchó?

—Fue en el juego que le mencioné, celebrado en Barranquilla, Colombia, durante la celebración de los Quintos Juegos Centroamericanos y del Caribe, cuando Guayubín lanzó los trece innings de cuatro hits. Al terminar el partido, el chofer gritó: ¡Guayubín! ¡Guayubín!, y su voz quebrada por el gozo llegó a mis oídos como un vibrante campanazo. Me enteré, cinco años después, al reiniciarse el béisbol profesional en 1951, que el nombre pronunciado por el chofer pertenecía al mismo lanzador que ayudó al Licey a ganar tantos juegos. A veces, coronel, sentado frente al computador, cierro los ojos y me traslado al Copey de Guayubín, por allá… por Montecristi, donde nació quien recibió el apodo de La montaña noroestana, y lo vislumbro caminando descalzo entre los cerros, esquivando las guazábaras y el orégano, lanzándole piedras a las ciguas y empinándose sobre el cascajo para desprender mangos y cajuiles de los frondosos árboles. Y no sé por qué se me humedecen los ojos. ¿Será, coronel, porque con su muerte, en 1977, se extinguieron sus 195 libras de músculo, de carne mortal, llevándose consigo esas gigantescas manos que apretaron millones de veces la pequeña esfera que se lanza y se batea para espantar los demonios del aburrimiento? ¿Será —sí, podría ser, coronel— que mis ojos son vulnerables a las fútiles comparaciones, a los odiosos cotejos donde se apoyan los ensayistas para situar y segregar los instantes en que la historia traiciona a los héroes? Es entonces cuando me incorporo y camino hasta la ventana que me permite contemplar el resplandor de las luces del estadio Quisqueya cuando el Licey se enfrenta, no al gran rival de antes, el Escogido, sino a este rival de ahora, las Águilas Cibaeñas, donde los protagonistas se recuestan de su lado: Polonia, Tejada, Castillo, López… mientras a mi amado equipo le faltan sus viejos nombres: Alcibíades, Olmedito, Manolete, Horacio, Grillo, Chichí… ¡y Guayubín!

—Los tiempos cambian, Pérez… ¡Pero ahora lo comprendo más!

—Sí, coronel, los equipos de béisbol, como las ciudades, los períodos y los países, se metamorfosean constantemente, organizándose alrededor de sus héroes… de esos héroes trágicos que se convierten en leyendas, en iconos sagrados para poder solidificar la magia que atraviesa los tiempos y alimenta los goces. Sin héroes, coronel, los equipos se diluyen y apartan de las sendas victoriosas y Guayubín, el Guayubo que nutrió mi afición infinita por los deportes, fue la columna, la base, la zapata maravillosa que sostuvo al Licey y lo convirtió en gloria, ejemplo y sazón de los torneos beisbolísticos dominicanos hasta finales de los cincuenta y comienzos de los sesenta, cuando surgieron como semidioses Marichal, Mota y los Rojas Alou para encumbrar al Escogido, y Chilote, Diloné y Espinosa, para remontar hasta el Olimpo a las Águilas Cibaeñas.

—¡Ah, Pérez! ¿Puedo decirle algo, ahora que esta simple pelota de béisbol me arde entre las manos?

—Puede decirlo, coronel, pero, ¿sabe algo?, todas esas proezas de Guayubín se construyeron sobre salarios miserables, sobre recompensas avaladas sólo por aplausos y satisfacciones, contrario a lo que acontece hoy, cuando el músculo apasionado se perturba frente al pago y la mezquindad. Guayubín fue un héroe trágico y mimetizó ese don, o esa desgracia —si así lo prefiere usted—, en mi generación, la cual buscaba el desahogo de un camino despejado y respirable, capaz de cobijar las frustraciones. Así, dentro del statu quo nacional de los cincuenta, Guayubín fue la antítesis de nuestro dolor, el refugio de los pensamientos, y por eso mis ojos lloraron aquel 15 de febrero de 1977, al escuchar la noticia de su muerte, a tan sólo doce días de la de su hermano Chichí. ¿Se imagina, coronel? La vida puede derrumbar dos colosos de un solo soplo, con una barrida capaz de agitar y agrietar los cielos.

—¡Oh, Pérez, Domínguez debió respetar esta pelota, esta memoria, esta reliquia intemporal, este pedazo de gloria y redención al que usted reverencia como un pedazo de sus sueños!

—Y si debo dar las gracias a ese interregno donde Trujillo aplastó nuestros deseos de soñar y volar, coronel… a ese oprobio de existencia que casi cercena nuestros instintos, ese agradecimiento se condensó en ese recuerdo, en esa simple pelota de béisbol con una firma que aquilató y defendió los instantes de destello, los relámpagos donde la alegría cabalgó en nuestros pechos. ¡En esa simple pelota de béisbol que arde entre sus manos está Guayubín Olivo, coronel… está como un pedazo de fuego y Domínguez quiso arrebatarlo de mi vida… y Domínguez, como un demonio anulador de las quimeras, deseó extirparlo con su hurto!

—¿Desea marcharse, Pérez? Ahí está la puerta abierta y aquí está, no una simple pelota de béisbol… sino una ventana para mirar lo mejor de nuestro pasado… ¡Tómela y márchese, por favor, señor Pérez!

Primavera del 2008.
 
APÉNDICE:

Algunos récords de Guayubín Olivo, La Montaña Noroestana:

 ·   Dueño absoluto de varios récords de la liga: criollo con mejor promedio de ganados y perdidos (.652), juegos completos (70), entradas lanzadas (1335.2), juegos ganados (86), ponches propinados de por vida (742), ponches propinados en una temporada (160), efectividad de 2.11.
·   Diómedes "Guayubín" Olivo, "La Montaña Noroestana", con 10 ganados y 5 perdidos, fue líder de efectividad en 1951 con 1.90 y de ponches con 65, para ceñirse la triple corona del pitcheo.
· Guayubín, en los juegos celebrados en Medellín, Colombia, del 08 al 28 de diciembre de 1946, tiró trece inning y solo permitió una carrera y cuatro hits.
·  Lanzó para el Licey durante 11 temporadas consecutivas, desde el 1951 hasta el 1963-64.
· En 1951, el mayor empujador fue Perry con 32, seguido de Guayubín Olivo con 30, quien fue el líder en dobletes con 10.
·  En el juego inaugural de 1952, el 26 de abril, el Licey logró la victoria por la vía de la blanqueada 1-0, y Guayubín Olivo le ganó un duelo a Tite Arroyo.
·  Guayubín, que había nacido en el año 1919, murió a los 58 años, en 1977 y su hermano Chichí, a los 49, el mismo año y el mismo mes.
· En las Grandes Ligas, Guayubín jugó para los Piratas de Pittsburg, debutando a los 41 años, en 1962.
· Guayubín tenía 6 pies y 1 pulgada de estatura y pesaba 195 libras.
· Aunque  se dice que los dos hermanos —Guayubín y Chichí— eran de Guayubín realmente nacieron en Copey el cual pertenecía al municipio de Guayubín que era paraje en ese momento.
· 21 enero 1957: Un hit de Guayubín Olivo en el décimo, le dio el triunfo al Licey 8-6 sobre el Escogido ganando el Campeonato de la Ciudad y la serie regular. 30 octubre 1960, Licey vence 4-2 al Escogido y Guayubín Olivo obtiene su victoria 70.
· “Guayubín Olivo ha sido el único lanzador dominicano que ha tirado tres partidos sin hits en la pelota profesional y ha sido el más grande zurdo que ha pasado por la liga dominicana” —Cuqui Córdova.

 

 

 

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