Aquella
vez que descubrí Constanza
Por Efraim Castillo.
Cuando
a finales de enero del 1964 el entonces coronel de la policía Morillo López me
puso en libertad —tras cerca de tres meses en prisión—, advirtiéndome que
debería portarme bien; es decir, que no siguiera buscándome problemas de
militancia revolucionaria, arribé a la conclusión de que un corto descanso
alejado de las actividades políticas me vendría bien y convencí a mi compañera
de entonces que viajáramos a Constanza a comienzos de febrero.
Desde el mismo momento que llegamos a la
terminal de La Javilla, en la avenida
San Martín de Santo Domingo, y abordamos el carro Austin (importado y promocionado
por obra y gracia del triunviro Donald Read Cabral), sabía que aquel viaje no
sería igual a otros que había realizado a distintos puntos del país.
Recuerdo
que algo muy intenso se apoderó de mí tan pronto nos alejamos de Abanico y comenzamos a ascender la loma Casabito. En aquel 1964, la carretera —inaugurada el 16 de agosto de 1955— aún presentaba el aspecto de
vía construida a lomo de mulo y aprovechando las condiciones naturales del
terreno. El asfalto que la cubría
descansaba en un sólido lecho de cascajo y muy pocos baches vulneraban su superficie. En el ascenso, escuché viejas historias
que hablaban de la Ermita de Nuestra
Señora de la Altagracia, situada en el pico de Casabito.
Antes de llegar a Constanza franqueamos
los poblados Las Palmas, Arroyo Frío, Los Ríos y, al llegar a Tireo, escuché el sonido de los aserraderos,
cuyos sinfines convertían en madera los troncos de pinos, ébanos, caobos y
sabinas que cubrían las montañas de la cordillera.
Cuando el Austin ascendió al punto alto que abandona Tireo, la imagen de Constanza entró por mis ojos como un chorro de
placidez y esa imagen nunca ha salido de mí, recordándome unn hermoso valle
cubierto de hortalizas y pinos circundándolo. Sí, desde aquel instante, supe que
esa visión me acompañaría por siempre.
Al preguntarle al conductor sobre el
mejor alojamiento, éste no me señaló el hotel Nueva Suiza, cuya silueta se recortaba al sur del pueblo, sino que
nos trasportó al Brisas del Valle, un
hotelito propiedad de Doña Cunda Collado.
En aquel febrero del 1964 el clima de
Constanza era mucho más frío que ahora, y en todo el
valle podía olfatearse el penetrante aroma de los pinos y las hortalizas recién
cosechadas. Mi compañera, hija de españoles, me confesó aquella noche que
Constanza le recordaba las viejas historias narradas por su padre, cuando
siendo un mozalbete en las montañas de Galicia, su madre le pedía que fuera al
bosque en procura de leña.
Doña Cunda.
Pero la sorpresa mayor aconteció al día
siguiente, cuando sentados en el parque, observamos a la gente dirigirse a sus
faenas a pie o sobre tractores y camionetas. Entre los transeúntes contemplamos
rasgos asiáticos y al preguntarle a un limpiabotas por aquellas personas, nos
respondió que “eran algunos japoneses que Trujillo había asentado en
Constanza”.
La tarde de aquel día nos enteramos que
Constanza, además de la colonia japonesa, que ocupaba la zona sur del pueblo y
justo a la salida hacia San José de Ocoa, también albergaba una colonia
española, asentada en el noreste de la comarca. Esa misma tarde visitamos ambas
colonias y observamos que la mayoría de las casitas lucían bien pintadas y con
flores sembradas en sus frentes, como el resto de las viviendas de la ciudad.
Los días siguientes conocí junto a mi
compañera varios parajes de Constanza: subimos a las lomas El Gajo
y Culo de Maco y nos trasladamos a El Convento —cuando este mini-valle lucía pleno de
vegetación y misterio—; asimismo subimos a Valle
Nuevo y La Nevera en un viejo Jeep, propiedad de un primo de Doña Cunda, visitando el salto de Aguas Blancas. Pero lo más
importante que nos ocurrió fue conocer personas y hacer amistades.
Conocimos a
dos muchachas que respondían al nombre de Nelly: una tenía el apellido Abud y
la otra Soto, y a través de ellas nos hicimos amigos de un joven matrimonio híbrido formado
por el constancero Miguel Ángel Matías y la japonesa Yoko Takata, una jovencita
que ya estaba embarazada. Miguel Ángel resultó ser hermano de Daniel Matías, al
que había conocido en la Agrupación Política
14 de Junio.
También hicimos amistad con varios jóvenes que militaban en
movimientos revolucionarios, como Bolívar Soriano y otros, los que me invitaron
a dar charlas en un viejo club de madera situado al lado de una sala de cine,
frente al parquecito central.
Desde luego, aquellas charlas produjeron
mi expulsión del pueblo, la cual me fue comunicada por el jefe de la fortaleza
—un coronel cuyo nombre prefiero no recordar— a través de uno de los jóvenes recién conocidos. Demás está decir, que la tristeza me invadió
cuando tuve, junto a mi compañera, que abandonar Constanza.
Pero este pueblo nunca abandonó mis
recuerdos. Los recuerdos amados se introducen en nosotros como garfios, como
lanzas que taladran los músculos y los nervios, y dejan huellas ardorosas que
nunca cesan. Por eso, cada vez que esas memorias acudían a mí buscaba la forma
de volver a Constanza, hasta que, al fin, cuando la situación económica me lo
permitió, comencé a comprar algunos metros de tierra... pensando siempre en el
retiro.
Recuerdo que en uno de aquellos viajes llevé
conmigo a mi hijo Efry, que entonces contaba con siete años de edad, y nos
hospedamos en el hotel Nueva Suiza. La
primera mañana que Efry salió a la terraza del hotel y contempló el valle de Constanza,
me dijo exactamente lo mismo que yo había pensado cuando arribé por primera vez
a este asombroso lugar:
“Papi”, me dijo Efry, “Constanza es un paraíso”.
Sí, Constanza, el valle agrícola intramontano más
alto del Caribe —desde luego, después de Valle
Nuevo—, es todo un paraíso y como tal hay que mantenerlo. Por eso, mi
percepción, la de mi hijo Efry y la de todos los que lo divisan por vez
primera, no se aleja de la del colono Victoriano Velano, en 1750, ni de la del licenciado
Antonio Sánchez Valverde, cerca del 1785; ni tampoco de la del cónsul británico
sir Robert Hermann Schomburgk, cuando lo visitó en 1851, ni de la del geólogo
norteamericano William Gabb, quien lo visitó en 1871; ni la del Barón alemán
Eggers, en 1887, que asombrados, propagaron a los cuatro vientos la belleza de su geografía; ni mucho menos, la de Antonio Abud y Ñañín Quezada, que llegaron, vieron y
se quedaron para siempre; así como la de todos aquellos —como yo—que tras haberla conocido,
añoran siempre volver para deleitarse con su clima y su gente.
Es por todo esto que creo, profunda y
sinceramente, que la campaña preparada por el Comité Municipal de Constanza, para
robustecer los vínculos de amistad entre los visitantes a esta ciudad y sus habitantes,
así como para fortalecer el amor hacia todo lo que representan sus bosques,
ríos y medioambiente, es una muestra
—pequeña pero altamente efusiva— de lo vital que sería para el futuro de este paraiso nacional valorar la importancia que revisten estos principios.
Si las mujeres y hombres de Constanza
justiprecian el orgullo de ser los habitantes de un territorio colmado de esplendentes
historias de trabajo, valor, de una simbiosis cultural única en Latinoamérica
y, ante todo, de un clima y belleza que nada tienen que envidiar a los mejores del mundo,
entonces el porvenir de este valle estará asegurado, porque nadie,
absolutamente nadie que no sea Dios, podría impedir que el progreso físico y
espiritual cubra el horizonte de este prodigioso enclave.
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