Paraíso relativo
Por Efraim Castillo
EL
HOMBRE ABRIÓ los ojos y se vio fuertemente atado desde el
cuello hasta los pies. Volvió a cerrar los ojos y, tras unos segundos, los
abrió nuevamente. ¡Nada, seguía amarrado, atado con una fuerte soga desde el
cuello hasta los pies! Entonces miró a su alrededor y se percató de que se
encontraba en una habitación blanca, pero no de un blanco corriente, sino de un
blanco sorprendente, brillante, sin manchas; de un blanco liso, llano; de un
blanco total, al igual que el color del piso donde se encontraba tirado.
Asimismo, advirtió que la habitación era cuadrada y con tan sólo una puerta de
gruesa madera, también pintada de blanco, aunque más brillante que el de las
paredes y piso. Después de percatarse de las dimensiones de la habitación en
donde se hallaba, levantó lentamente la cabeza y descubrió una ventana situada
en una de las paredes laterales del cuarto, la cual estaba abierta, y divisó a
través de ella algunas nubes.
Para
qué negarlo, el hombre, ya sobresaltado, aumentó su perturbación cuando la
puerta se abrió de golpe y penetraron por ella cientos, posiblemente miles de
ratas blancas, las cuales se confundían con el color de las paredes, del piso y
de las nubes que se movían a través de la ventana. Desconcertado, vio a las
ratas acercarse a sus pies y comenzar a mordisquearlos. Pero para sorpresa
suya, el hombre no sintió dolor alguno por los mordiscos, aunque sí veía las
huellas sangrantes de las mordeduras y la avidez conque las ratas saboreaban
las carnes de sus dedos.
Tras
dejar sólo los huesos de sus pies, el hombre observó a los roedores engullir sus
pantorrillas y, sorprendiéndose más aún, notó que estaba completamente desnudo,
algo en lo cual no había reparado por el espeso atado de la soga.
—
¿Dónde estoy? —se preguntó, ya que hacía muy poco caminaba, cansado, por el
parquecito central del pueblo con los huérfanos del orfelinato que dirigía,
pidiéndole a los muchachos que recogieran flores para el altar de la Virgencita. Su
vida había transcurrido así, justo hasta ese momento: tranquila, ordenada,
dedicada con el entusiasmo de la santidad a servir a todos, tal y como
ordenaban las sagradas escrituras, además de realizar verdaderas obras de bien
social. Por esto le resultaba difícil comprender la situación por la que
atravesaba en esa habitación insólita, donde era devorado por cientos o
posiblemente miles de ratas blancas.
¿Sería
verdad esto que le sucedía? Razonó que podría ser una pesadilla y, como para
comprobarlo, cerró los ojos y escupió hacia arriba. Pero, ¡oh, qué pena!, la
saliva le cayó sobre el pecho y algunas de las gotas cayeron sobre su rostro.
—¡No,
no es un sueño! —se dijo—. ¡Es verdad! ¡Esto que me pasa está sucediendo
realmente!
Entonces
miró hacia la ventana. Detuvo sus ojos en ventana y observó las nubes,
descubriendo cuando el viento se las llevó a dos grandes águilas de dorado
plumaje que volaban hacia ella, portando algo entre sus garras. Y se sorprendió
mas porque las águilas no eran tales, sino dos niños alados que portaban arpas.
—¿Serán
ángeles acaso? —se preguntó, respondiéndose a seguidas—: ¡Sí, son dos ángeles,
dos serafines portando laúdes! Y tienen un enorme parecido a los mellizos
Gutiérrez, aquellos huerfanitos que encontré moribundos frente a la puerta
principal del orfelinato y que más tarde fallecieron, tras vanos intentos por
salvarles.
Cerrando
los ojos, el hombre sintió, más allá de la extraña situación por la que
atravesaba, una angustia infinita en su corazón.
—¡Ah,
Señor, cuánta pena sentí! Pero sabía que los mellizos Gutiérrez eran dos
serafines de Señor, y Él sabe cómo me dolieron sus muertes, sobre todo cuando
supe que eran hijos de Rafaela, la viuda de Enrique Gutiérrez, el jardinero.
El
hombre, con las ratas metidas entre la soga y devorándole los muslos, esbozó
hacia los querubines una débil sonrisa, preguntándose luego si no sería mejor
elevar la mirada hacia la ventana y tratar de olvidar lo que le ocurría. Acto
seguido, observó a los serafines tocando las arpas y, tras realizar una pequeña
deducción, supuso que podría encontrarse en alguna de las habitaciones del
infierno y de que aquellos niños tan parecidos a los mellizos Gutiérrez, ahora
convertidos en serafines, habían sido enviados por el Señor para recordarle
algún pecado:
—
¡Pero eso es imposible! —se gritó a sí mismo—. ¡Yo he llevado una vida
ejemplar, Señor, bien lo sabes! ¿Acaso no me ceñí al sacerdocio desde la más
temprana edad, dedicándote todas mis actuaciones y sacrificios?
El
hombre, entonces, pasó revista a muchas de las acciones importantes de su vida
y se contempló, en algunas de ellas, quitándose el pan de la boca para
repartirlo entre las personas más hambrientas del pueblo y, casi a punto de
repasar otros momentos de su santa existencia, tuvo que interrumpir sus
pensamientos cuando contempló a las ratas devorándole los testículos.
Atolondrado, observó los huesos de sus rótulas y fémures tan blancos como el
color de la insólita habitación donde se encontraba tirado y, por primera vez
desde que comenzó aquella tortura, sintió deseos de llorar.
—¿Cómo,
Señor Dios, he podido merecerme un castigo así? —Y mientras lloraba, oyó la
música salida de las arpas—. ¡Ah, qué música tan parecida a la de ese Corelli
brotando desde las voces de los niños del orfelinato! Recuerda, Señor, cuando
me flagelaba por sólo pensar en lo magnífico que hubiese sido castrarlos para
mantener incólumes aquellos registros vocales tan gloriosos. Pero, Señor, ¿no
habrá una equivocación en todo este amargo montaje infernal? ¿No habrá, Dios
mío, algún extravío, alguna equivocación
en mi envío a este lugar infame?
El
hombre, con las lágrimas desbordando la parte baja de sus pómulos, recordó
cuando se encaramaba sobre el púlpito y arengaba a los niños, advirtiéndoles lo
terrible que era el infierno, y casi podía oír, remontándose en la oleada vital
del tiempo, a los crujientes gritos que emitía:
—¡El
infierno está ahí para los pecadores… para los niños que atraviesen la puerta
prohibida del pecado! ¡Cada cual tendrá el infierno que merece!
Y,
entonces, el hombre atrapó en su memoria la frase con la que cerraba sus
sermones:
—¡Arrepiéntanse
ahora o nunca, porque el Señor aguarda en su venganza!
Al
recordar aquella zona de sus prédicas, el hombre trasladó su memoria a los
rostros asustados y angustiados de los niños, los que representaban para él la
más amada de las recompensas. Recordó, asimismo, que tras quitarse la ropa de cada
celebración, se sentaba a deleitarse de su hazaña:
—¡Verdaderamente…
los asusté! —se decía, y apuraba a seguidas algunas copas de vino.
Por
eso, reiterándoselo a sí mismo; expresándolo en la más alta de las voces y
usando para pensar todas las zonas posibles de su cerebro, el hombre se repetía
que él no se merecía este infierno por
el que atravesaba, porque —y eso era lo que deseaba insinuar—, ¿no había
acumulado, acaso, el suficiente porcentaje de buenas acciones para merecerse el
cielo, ese cielo que le prometieron cuando, desde niño, hacía todo lo que le
ordenaban con el propósito de ganárselo? ¿Merecía él este infierno, esta
pesadilla de ser devorado horriblemente por cientos, miles de ratas blancas? De
ahí, que tras realizar ese rápido razonamiento, comenzó a gritar a todo pulmón
que no, que él no se merecía lo que le
estaba aconteciendo. Y presionaba su cerebro para rumiar que aquello que
le ocurría era una terrible equivocación en los archivos celestiales. Y al
gritar, deseaba ser escuchado por alguien antes de que las ratas comenzaran a
devorarle el resto del cuerpo.
El
hombre sabía, por el escupitajo lanzado momentos antes hacia arriba, que no
vivía una pesadilla: estaba convencido de que todo acontecía realmente, no
obstante la ausencia de dolor en las mordeduras, cuyos efectos sensitivos eran
superados ampliamente por la tremenda visión de saberse desgarrado por las
mordeduras de las ratas blancas. Sí, sabía que lo que vivía era una duplicación
del más horrible pasaje dantesco.
¡Y
pensar que a este hombre lo juzgaban como a un santo! Las mismas monjas del
convento al que asistía todas las mañanas para decir misa, a menudo sacaban a
relucir lo bueno que era, nombrándolo a coro en sus oraciones diarias:
—¡Te
pedimos, Señor, que nos superemos para llegar a ser iguales, o muy parecidas,
al padre Eustaquio!
Inclusive,
mucha gente del pueblo desfiló por el orfelinato cuando se supo la noticia de que
el cura se debatía entre la vida y la muerte. Sin hacerse esperar, las
oraciones inundaron todos los rincones del pueblo y sólo variaban de acuerdo al
desarrollo intelectual de las personas que las emitían. Aunque, desde luego, algunos adinerados —como el caso del señor
alcalde, a quien el padre Eustaquio aconsejaba para que no hiciera fraude en
las elecciones municipales, o del jefe de la policía municipal, quien había
desvirgado impunemente a varias quinceañeras, y al que había perdonado tras la
confesión, imponiéndole el rezo e varios rosarios a la Virgen— dejaban escapar
pequeñas frases:
—¡Eustaquio
es un imbécil, Señor, pero se ha ganado el cielo!
—¡El muerto, por más santo que haya sido... al
hoyo!
Y
otros, algo instruidos, se atrevían a decir:
—¡Llévatelo,
Señor Dios, porque esos tipos están mejor allá que aquí!
Sin
embargo, algunos de los viejos comunistas que aún permanecían fieles a la
memoria del Partido Socialista Campesino
—desaparecido tras dejar de percibir las subvenciones que el Partido
Comunista de la Unión Soviética y el gobierno cubano les enviaban—, dejaban
entrever su enorme satisfacción por la gravedad del cura, exclamando:
—¡Por
tipos como el padre Eustaquio se cayó el Muro
de Berlín! ¡Que se joda!
—¡Ese
santón no es más que un maldito pedófilo!
Pero
la gente humilde y la de escasa formación intelectual, lloraba y oraba con
verdadero ardor religioso por el cura fallecido:
—¡Oh,
Señor, no permitas que el padre Eustaquio nos abandone! Porque, Señor, ¿qué
será del orfelinato sin él? ¡Cúralo, Señor, sánalo para que continúe su obra de
bien! Pero Señor, si te lo vas a llevar definitivamente, que la Gloria sea su
recompensa eterna, amén!
En
su lecho de muerte, el hombre rememoró las grandes acciones de bien para con la
comunidad que había realizado y aceptó con tranquilidad su partida. Y ahora, en la habitación blanca donde se
encontraba atado y comido por ratas blancas, venían a su mente las palabras de
gratitud pronunciadas por la gente humilde del pueblo, las cuales fueron los
últimos sonidos que escuchó antes de morir:
—Al
padre Eustaquio le esperan el sosiego y la felicidad eternos, absolutos, del
Paraíso.
Pero
de vuelta a la realidad, el hombre acrecentó su horror al observar a las ratas
devorándole el vientre y reparó, entre las desordenadas partes engullidas de su
cuerpo, la desaparición de sus testículos y su falo.
—¡Qué
poco uso le di a ese instrumento reproductor, Señor! —expresó al ver los huesos
ensangrentados de su pelvis—. Bien sabes Tú, que sólo lo utilicé para orinar, y
que cuando sentía aquellas erecciones juveniles por las tentaciones que Satanás
introducía en mí al observar las nalguitas de los niños en las madrugadas
tibias, me infería duras autoflagelaciones, imitando a San Ignacio de Loyola.
LAS RATAS CONSUMÍAN
ahora toda la parte
baja del estómago del hombre, despedazando y comiendo los intestinos delgado y
grueso, para después atacar los riñones y el estómago. El hombre notó que el
ritmo de las mordeduras seguía al de la música emanada de las arpas de los serafines.
—Todo
está meticulosamente calculado —pensó—. Al parecer, todo obedece a un riguroso
plan trazado por alguien.
Al
pensar esto, el hombre cerró los ojos y se vio caminando con los niños por el
bosque, bordeando caminos llenos de flores y subiéndose por momentos a los árboles
a tumbar mangos, cajuiles y caimitos; se vio reprimiendo las risas espontáneas
de los muchachos para poder escuchar el sonido del viento entre los pinos; se
vio llamando la atención a dos varoncitos que jugaban al amor; se vio bañándose
con la sotana puesta en algún arroyo lleno de sapos y protegiendo con su cuerpo
de alguna lluvia indiscreta a los niños. Con los ojos cerrados, el hombre pensó
que, aunque sospechaba encontrarse en el infierno, su martirio terminaría pronto
cuando los ratones le devorasen el corazón y los pulmones.
—Todo
terminará entonces —se dijo—. Luego vendrá el silencio, la muerte eterna y, tal
vez, hasta pueda ver a Jesús con sus heridas de manos y pies cicatrizadas.
Así,
el hombre abrió los ojos y miró hacia la ventana con la remota esperanza de que
la visión de los serafines llevase hasta él alguna ligera noción de ese pasado
esplendente. Pero, ¡oh!, ¿qué veía ahora el padre Eustaquio? ¿Sería un ángel lo
que sus ojos habían descubierto allí, justo en el mismo centro del espacio
abierto entre las nubes y los querubines? ¡Sí, aquella figura agresiva,
potente, hermosa como el más agraciado de los hombres y tan atractiva como la
más pura de las beldades, debía con toda seguridad de ser un ángel! ¡Y llevaba
en su mano derecha una poderosa espada de dos filos que haría envidiar la Excalibur del Rey Arturo, o la Tizona del Cid, por lo que dedujo que
debería ser un ángel guerrero! El hombre, tras esta deducción, concedió la
razón a todos los pintores del bajo y alto Renacimiento por sus
interpretaciones de los ángeles.
—¿Cómo
habrán podido imaginar que los ángeles eran tal y como este que revolotea
frente a la ventana, con alas de plumas de fuego y el cabello tan dorado como
ese trigo que madura bajo el abrasador sol del verano? Entonces, tras la
pregunta, sonrió a la aparición, y tratando de que aquella sonrisa suya, que
era casi una mueca por saberse engullido por las ratas, se constituyera en algo
así como una tabla de salvación o una salida momentánea a la horrible situación
por la que atravesaba.
Pero,
¡oh, Dios!, cuando levantó la cabeza y abrió desmesuradamente los ojos para
acompañar la sonrisa, notó que el ángel había desaparecido, permaneciendo en el
espacio de la ventana sólo los querubines tocando sus arpas. El hombre, abatido
y descorazonado, bajó tristemente la mirada, descubriendo que las ratas
llenaban, engullían y desbordaban todo su estómago y vio su hígado, páncreas,
bazo y demás vísceras, ser comidos por los roedores como si sus órganos constituyeran
el más suculento de los manjares.
—¡Si
tan sólo sintiese dolor, si tan sólo padeciese un poco del maravilloso dolor
soportado por mi buen Jesús cuando cargaba la cruz y fue taladrado de pies y
manos por afilados clavos! —expresó con fatigosa voz.
Pero
nada, nada, nada sentía al ser engullido. Entonces gritó, tratando de buscar
con su alarido alguna pista perdida en aquella habitación blanca y un súbito
frío lo arropó, sintiendo la boca pegajosa.
—¡Ah,
siento frío! ¡Al fin siento algo! ¿Estaré situándome en el borde de la
desaparición total? —se interrogó, tratando de reconfortarse, de llevar a su
ánimo huidizo alguna noción, algún destello de razón.
EL HOMBRE CERRÓ
los ojos y los abrió al instante, casi como un pestañeo, como una reacción fugaz,
como el aleteo de un colibrí, y vio a las ratas engullendo su corazón, sus
pulmones y, luego, comenzando a morder su cuello.
CUANDO VOLVIÓ A
abrir los ojos, el hombre no pudo creer que estaba de nuevo atado como un
andullo, y tirado en el suelo de la misma habitación blanca. Pero se sorprendió
aún más al descubrir que su cuerpo estaba intacto: tenía los pies, las
pantorrillas, los muslos; sintió su pene al practicar el simple ejercicio de
recordar el calendario de Marilyn Monroe posando desnuda para los diferentes
meses del año y el cual le había confiscado al travieso Pedrín, tras revisar
los colchones de las cuarterías. Tenía también indemnes su vientre, su pecho, y
realizó pequeñas muecas para darse cuenta de que sus músculos faciales estaban
en su justo lugar.
—¡Oh,
Dios, gracias, gracias, Señor, ya que todo fue una farsa! ¡Gracias desde lo más
profundo de mi alma por impedir que esa horrible visión del infierno no fuera
más que una espeluznante pesadilla! —se dijo alborozado. Entonces, al
disponerse a cerrar los ojos para seguir orando, vio cómo la puerta se abría de
golpe y penetraban por ella cientos o tal vez miles de ratas blancas, que
corrían hacia él y comenzaban a devorarlo—. ¡Oh, no, Señor, no! ¡Esto no puede
ser cierto! ¡Dame una señal de que, en verdad, esto no es más que una
pesadilla! ¡Ahí están los testigos, Dios mío! ¡Pregúntales a las beatas del
pueblo! ¡Pregúntales a los niños del orfelinato, Señor! ¡Yo cumplí Contigo,
Santo Señor; yo guardé Tu Palabra, tus órdenes, tus códigos!... —imploró el hombre,
y luego escuchó una voz de trueno, hiperbólica, redundante, cortante, que rompió
su la cadena de imploraciones:
—¡Lo
sabemos, Eustaquio... lo sabemos! —dijo la voz.
El
hombre, entonces, buscó con sus ojos la dirección de donde provenía la inmensa
voz y los dirigió hacia la ventana alta, descubriendo allí la grandiosa figura
del ángel.
—¡Ángel,
poderoso Ángel... eres tú!
—Sí,
Eustaquio, soy yo... ¡tu Ángel!
—Dime,
Ángel mío, ¿por qué si el Señor reconoce mi comportamiento, mi santa conducta
terrenal, me ha confinado en este infierno? ¡Dímelo, poderoso Ángel!, ¿por qué
me han arrojado a esta habitación para ser comido por las ratas?
El
Ángel, levantando sus brazos y esgrimiendo la más dulce de las sonrisas,
contestó al hombre:
—En
verdad llevaste la más santa de las vidas, Eustaquio. Tú has sido un ejemplo a
seguir y muchos de los llamados santos no
tuvieron ni por asomo una observación de los mandamientos como tuviste tú.
—Entonces,
divino Ángel, ¿por qué estoy en este infierno?
Más
sonriente aún, el ángel respondió al hombre:
—No
estás en el infierno, padre Eustaquio... ¡Estás en el paraíso! ¡Te merecías el
paraíso, Eustaquio!
Tremendamente
anonadado, aplastado como un tomate bajo las patas de un elefante, el hombre —y
como en un cósmico recuento de su vida— repasó sus momentos estelares de santidad:
los sacrificios, los rechazos eróticos, los autoflagelamientos, los harapos que
vestía tras donar sus ropas al prójimo, las promesas cumplidas todos los años;
en fin, el hombre computó toda su existencia y cuando pudo balbucir un pero ya las ratas blancas alcanzaban
su boca...
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