martes, 25 de septiembre de 2012


Paraíso relativo

Por Efraim Castillo
 

EL HOMBRE ABRIÓ los ojos y se vio fuertemente atado desde el cuello hasta los pies. Volvió a cerrar los ojos y, tras unos segundos, los abrió nuevamente. ¡Nada, seguía amarrado, atado con una fuerte soga desde el cuello hasta los pies! Entonces miró a su alrededor y se percató de que se encontraba en una habitación blanca, pero no de un blanco corriente, sino de un blanco sorprendente, brillante, sin manchas; de un blanco liso, llano; de un blanco total, al igual que el color del piso donde se encontraba tirado. Asimismo, advirtió que la habitación era cuadrada y con tan sólo una puerta de gruesa madera, también pintada de blanco, aunque más brillante que el de las paredes y piso. Después de percatarse de las dimensiones de la habitación en donde se hallaba, levantó lentamente la cabeza y descubrió una ventana situada en una de las paredes laterales del cuarto, la cual estaba abierta, y divisó a través de ella algunas nubes.
 
 

            Para qué negarlo, el hombre, ya sobresaltado, aumentó su perturbación cuando la
puerta se abrió de golpe y penetraron por ella cientos, posiblemente miles de ratas blancas, las cuales se confundían con el color de las paredes, del piso y de las nubes que se movían a través de la ventana. Desconcertado, vio a las ratas acercarse a sus pies y comenzar a mordisquearlos. Pero para sorpresa suya, el hombre no sintió dolor alguno por los mordiscos, aunque sí veía las huellas sangrantes de las mordeduras y la avidez conque las ratas saboreaban las carnes de sus dedos.

Tras dejar sólo los huesos de sus pies, el hombre observó a los roedores engullir sus pantorrillas y, sorprendiéndose más aún, notó que estaba completamente desnudo, algo en lo cual no había reparado por el espeso atado de la soga.

— ¿Dónde estoy? —se preguntó, ya que hacía muy poco caminaba, cansado, por el parquecito central del pueblo con los huérfanos del orfelinato que dirigía, pidiéndole a los muchachos que recogieran flores para el altar de la Virgencita. Su vida había transcurrido así, justo hasta ese momento: tranquila, ordenada, dedicada con el entusiasmo de la santidad a servir a todos, tal y como ordenaban las sagradas escrituras, además de realizar verdaderas obras de bien social. Por esto le resultaba difícil comprender la situación por la que atravesaba en esa habitación insólita, donde era devorado por cientos o posiblemente miles de ratas blancas.

¿Sería verdad esto que le sucedía? Razonó que podría ser una pesadilla y, como para comprobarlo, cerró los ojos y escupió hacia arriba. Pero, ¡oh, qué pena!, la saliva le cayó sobre el pecho y algunas de las gotas cayeron sobre su rostro.

­—¡No, no es un sueño! ­—se dijo—. ¡Es verdad! ¡Esto que me pasa está sucediendo realmente!­ 

Entonces miró hacia la ventana. Detuvo sus ojos en ventana y observó las nubes, descubriendo cuando el viento se las llevó a dos grandes águilas de dorado plumaje que volaban hacia ella, portando algo entre sus garras. Y se sorprendió mas porque las águilas no eran tales, sino dos niños alados que portaban arpas.

—¿Serán ángeles acaso? —se preguntó, respondiéndose a seguidas—: ¡Sí, son dos ángeles, dos serafines portando laúdes! Y tienen un enorme parecido a los mellizos Gutiérrez, aquellos huerfanitos que encontré moribundos frente a la puerta principal del orfelinato y que más tarde fallecieron, tras vanos intentos por salvarles.

Cerrando los ojos, el hombre sintió, más allá de la extraña situación por la que atravesaba, una angustia infinita en su corazón.

—¡Ah, Señor, cuánta pena sentí! Pero sabía que los mellizos Gutiérrez eran dos serafines de Señor, y Él sabe cómo me dolieron sus muertes, sobre todo cuando supe que eran hijos de Rafaela, la viuda de Enrique Gutiérrez, el jardinero. 

El hombre, con las ratas metidas entre la soga y devorándole los muslos, esbozó hacia los querubines una débil sonrisa, preguntándose luego si no sería mejor elevar la mirada hacia la ventana y tratar de olvidar lo que le ocurría. Acto seguido, observó a los serafines tocando las arpas y, tras realizar una pequeña deducción, supuso que podría encontrarse en alguna de las habitaciones del infierno y de que aquellos niños tan parecidos a los mellizos Gutiérrez, ahora convertidos en serafines, habían sido enviados por el Señor para recordarle algún pecado:

— ¡Pero eso es imposible! —se gritó a sí mismo—. ¡Yo he llevado una vida ejemplar, Señor, bien lo sabes! ¿Acaso no me ceñí al sacerdocio desde la más temprana edad, dedicándote todas mis actuaciones y sacrificios?

El hombre, entonces, pasó revista a muchas de las acciones importantes de su vida y se contempló, en algunas de ellas, quitándose el pan de la boca para repartirlo entre las personas más hambrientas del pueblo y, casi a punto de repasar otros momentos de su santa existencia, tuvo que interrumpir sus pensamientos cuando contempló a las ratas devorándole los testículos. Atolondrado, observó los huesos de sus rótulas y fémures tan blancos como el color de la insólita habitación donde se encontraba tirado y, por primera vez desde que comenzó aquella tortura, sintió deseos de llorar.

            —¿Cómo, Señor Dios, he podido merecerme un castigo así? —Y mientras lloraba, oyó la música salida de las arpas—. ¡Ah, qué música tan parecida a la de ese Corelli brotando desde las voces de los niños del orfelinato! Recuerda, Señor, cuando me flagelaba por sólo pensar en lo magnífico que hubiese sido castrarlos para mantener incólumes aquellos registros vocales tan gloriosos. Pero, Señor, ¿no habrá una equivocación en todo este amargo montaje infernal? ¿No habrá, Dios mío, algún extravío,  alguna equivocación en mi envío a este lugar infame?

El hombre, con las lágrimas desbordando la parte baja de sus pómulos, recordó cuando se encaramaba sobre el púlpito y arengaba a los niños, advirtiéndoles lo terrible que era el infierno, y casi podía oír, remontándose en la oleada vital del tiempo, a los crujientes gritos que emitía:

—¡El infierno está ahí para los pecadores… para los niños que atraviesen la puerta prohibida del pecado! ¡Cada cual tendrá el infierno que merece!

Y, entonces, el hombre atrapó en su memoria la frase con la que cerraba sus sermones:

—¡Arrepiéntanse ahora o nunca, porque el Señor aguarda en su venganza!

Al recordar aquella zona de sus prédicas, el hombre trasladó su memoria a los rostros asustados y angustiados de los niños, los que representaban para él la más amada de las recompensas. Recordó, asimismo, que tras quitarse la ropa de cada celebración, se sentaba a deleitarse de su hazaña:

—¡Verdaderamente… los asusté! —se decía, y apuraba a seguidas algunas copas de vino.

Por eso, reiterándoselo a sí mismo; expresándolo en la más alta de las voces y usando para pensar todas las zonas posibles de su cerebro, el hombre se repetía que él no se merecía este infierno por el que atravesaba, porque —y eso era lo que deseaba insinuar—, ¿no había acumulado, acaso, el suficiente porcentaje de buenas acciones para merecerse el cielo, ese cielo que le prometieron cuando, desde niño, hacía todo lo que le ordenaban con el propósito de ganárselo? ¿Merecía él este infierno, esta pesadilla de ser devorado horriblemente por cientos, miles de ratas blancas? De ahí, que tras realizar ese rápido razonamiento, comenzó a gritar a todo pulmón que no, que él no se merecía lo que le estaba aconteciendo. Y presionaba su cerebro para rumiar que aquello que le ocurría era una terrible equivocación en los archivos celestiales. Y al gritar, deseaba ser escuchado por alguien antes de que las ratas comenzaran a devorarle el resto del cuerpo.

El hombre sabía, por el escupitajo lanzado momentos antes hacia arriba, que no vivía una pesadilla: estaba convencido de que todo acontecía realmente, no obstante la ausencia de dolor en las mordeduras, cuyos efectos sensitivos eran superados ampliamente por la tremenda visión de saberse desgarrado por las mordeduras de las ratas blancas. Sí, sabía que lo que vivía era una duplicación del más horrible pasaje dantesco.

¡Y pensar que a este hombre lo juzgaban como a un santo! Las mismas monjas del convento al que asistía todas las mañanas para decir misa, a menudo sacaban a relucir lo bueno que era, nombrándolo a coro en sus oraciones diarias:

—¡Te pedimos, Señor, que nos superemos para llegar a ser iguales, o muy parecidas, al padre Eustaquio!

Inclusive, mucha gente del pueblo desfiló por el orfelinato cuando se supo la noticia de que el cura se debatía entre la vida y la muerte. Sin hacerse esperar, las oraciones inundaron todos los rincones del pueblo y sólo variaban de acuerdo al desarrollo intelectual de las personas que las emitían. Aunque, desde luego,  algunos adinerados —como el caso del señor alcalde, a quien el padre Eustaquio aconsejaba para que no hiciera fraude en las elecciones municipales, o del jefe de la policía municipal, quien había desvirgado impunemente a varias quinceañeras, y al que había perdonado tras la confesión, imponiéndole el rezo e varios rosarios a la Virgen— dejaban escapar pequeñas frases:

—¡Eustaquio es un imbécil, Señor, pero se ha ganado el cielo!

             —¡El muerto, por más santo que haya sido... al hoyo!

Y otros, algo instruidos, se atrevían a decir:

—¡Llévatelo, Señor Dios, porque esos tipos están mejor allá que aquí!

Sin embargo, algunos de los viejos comunistas que aún permanecían fieles a la memoria del Partido Socialista Campesino —desaparecido tras dejar de percibir las subvenciones que el Partido Comunista de la Unión Soviética y el gobierno cubano les enviaban—, dejaban entrever su enorme satisfacción por la gravedad del cura,  exclamando:

—¡Por tipos como el padre Eustaquio se cayó el Muro de Berlín! ¡Que se joda!

—¡Ese santón no es más que un maldito pedófilo!

Pero la gente humilde y la de escasa formación intelectual, lloraba y oraba con verdadero ardor religioso por el cura fallecido:

—¡Oh, Señor, no permitas que el padre Eustaquio nos abandone! Porque, Señor, ¿qué será del orfelinato sin él? ¡Cúralo, Señor, sánalo para que continúe su obra de bien! Pero Señor, si te lo vas a llevar definitivamente, que la Gloria sea su recompensa eterna, amén!

En su lecho de muerte, el hombre rememoró las grandes acciones de bien para con la comunidad que había realizado y aceptó con tranquilidad su partida.    Y ahora, en la habitación blanca donde se encontraba atado y comido por ratas blancas, venían a su mente las palabras de gratitud pronunciadas por la gente humilde del pueblo, las cuales fueron los últimos sonidos que escuchó antes de morir:

—Al padre Eustaquio le esperan el sosiego y la felicidad eternos, absolutos, del Paraíso.

Pero de vuelta a la realidad, el hombre acrecentó su horror al observar a las ratas devorándole el vientre y reparó, entre las desordenadas partes engullidas de su cuerpo, la desaparición de sus testículos y su falo.

—¡Qué poco uso le di a ese instrumento reproductor, Señor! —expresó al ver los huesos ensangrentados de su pelvis—. Bien sabes Tú, que sólo lo utilicé para orinar, y que cuando sentía aquellas erecciones juveniles por las tentaciones que Satanás introducía en mí al observar las nalguitas de los niños en las madrugadas tibias, me infería duras autoflagelaciones, imitando a San Ignacio de Loyola.

LAS RATAS CONSUMÍAN ahora toda la parte baja del estómago del hombre, despedazando y comiendo los intestinos delgado y grueso, para después atacar los riñones y el estómago. El hombre notó que el ritmo de las mordeduras seguía al de la música emanada de las arpas de los serafines.

—Todo está meticulosamente calculado —pensó—. Al parecer, todo obedece a un riguroso plan trazado por alguien.        

Al pensar esto, el hombre cerró los ojos y se vio caminando con los niños por el bosque, bordeando caminos llenos de flores y subiéndose por momentos a los árboles a tumbar mangos, cajuiles y caimitos; se vio reprimiendo las risas espontáneas de los muchachos para poder escuchar el sonido del viento entre los pinos; se vio llamando la atención a dos varoncitos que jugaban al amor; se vio bañándose con la sotana puesta en algún arroyo lleno de sapos y protegiendo con su cuerpo de alguna lluvia indiscreta a los niños. Con los ojos cerrados, el hombre pensó que, aunque sospechaba encontrarse en el infierno, su martirio terminaría pronto cuando los ratones le devorasen el corazón y los pulmones.

—Todo terminará entonces —se dijo—. Luego vendrá el silencio, la muerte eterna y, tal vez, hasta pueda ver a Jesús con sus heridas de manos y pies cicatrizadas.

Así, el hombre abrió los ojos y miró hacia la ventana con la remota esperanza de que la visión de los serafines llevase hasta él alguna ligera noción de ese pasado esplendente. Pero, ¡oh!, ¿qué veía ahora el padre Eustaquio? ¿Sería un ángel lo que sus ojos habían descubierto allí, justo en el mismo centro del espacio abierto entre las nubes y los querubines? ¡Sí, aquella figura agresiva, potente, hermosa como el más agraciado de los hombres y tan atractiva como la más pura de las beldades, debía con toda seguridad de ser un ángel! ¡Y llevaba en su mano derecha una poderosa espada de dos filos que haría envidiar la Excalibur del Rey Arturo, o la Tizona del Cid, por lo que dedujo que debería ser un ángel guerrero! El hombre, tras esta deducción, concedió la razón a todos los pintores del bajo y alto Renacimiento por sus interpretaciones de los ángeles.

 


 


—¿Cómo habrán podido imaginar que los ángeles eran tal y como este que revolotea frente a la ventana, con alas de plumas de fuego y el cabello tan dorado como ese trigo que madura bajo el abrasador sol del verano? Entonces, tras la pregunta, sonrió a la aparición, y tratando de que aquella sonrisa suya, que era casi una mueca por saberse engullido por las ratas, se constituyera en algo así como una tabla de salvación o una salida momentánea a la horrible situación por la que atravesaba.

Pero, ¡oh, Dios!, cuando levantó la cabeza y abrió desmesuradamente los ojos para acompañar la sonrisa, notó que el ángel había desaparecido, permaneciendo en el espacio de la ventana sólo los querubines tocando sus arpas. El hombre, abatido y descorazonado, bajó tristemente la mirada, descubriendo que las ratas llenaban, engullían y desbordaban todo su estómago y vio su hígado, páncreas, bazo y demás vísceras, ser comidos por los roedores como si sus órganos constituyeran el más suculento de los manjares.

—¡Si tan sólo sintiese dolor, si tan sólo padeciese un poco del maravilloso dolor soportado por mi buen Jesús cuando cargaba la cruz y fue taladrado de pies y manos por afilados clavos! —expresó con fatigosa voz.

Pero nada, nada, nada sentía al ser engullido. Entonces gritó, tratando de buscar con su alarido alguna pista perdida en aquella habitación blanca y un súbito frío lo arropó, sintiendo la boca pegajosa.

—¡Ah, siento frío! ¡Al fin siento algo! ¿Estaré situándome en el borde de la desaparición total? —se interrogó, tratando de reconfortarse, de llevar a su ánimo huidizo alguna noción, algún destello de razón.

EL HOMBRE CERRÓ los ojos y los abrió al instante, casi como un pestañeo, como una reacción fugaz, como el aleteo de un colibrí, y vio a las ratas engullendo su corazón, sus pulmones y, luego, comenzando a morder su cuello.

             —¡Debería estar muerto ya! —se dijo, en un balbuceo casi imperceptible, y fue entonces que sus ojos magnificaron el tamaño de las ratas cuando éstas treparon hasta su boca, nariz y pómulos para lacerarlos atroz y ásperamente. El sopor invadía el cerebro del hombre y comprendió que todo estaba terminando, que su vida se iría en unos segundos y dirigió sus ojos (que comenzaban a ser roídos por las ratas) hacia la ventana y observó a los serafines tocando sus arpas tranquila y suavemente y, tras ellos, la hermosa figura del ángel guerrero, quien, apareciendo repentinamente, le sonreía.  El hombre cerró los ojos con la esperanza de que, al hacerlo, vendría la nada, el vacío, lo absoluto del misterio infinito. Porque, ¿qué quedaba ya de sí, sino huesos ensangrentados y una esperanza rota?  

CUANDO VOLVIÓ A abrir los ojos, el hombre no pudo creer que estaba de nuevo atado como un andullo, y tirado en el suelo de la misma habitación blanca. Pero se sorprendió aún más al descubrir que su cuerpo estaba intacto: tenía los pies, las pantorrillas, los muslos; sintió su pene al practicar el simple ejercicio de recordar el calendario de Marilyn Monroe posando desnuda para los diferentes meses del año y el cual le había confiscado al travieso Pedrín, tras revisar los colchones de las cuarterías. Tenía también indemnes su vientre, su pecho, y realizó pequeñas muecas para darse cuenta de que sus músculos faciales estaban en su justo lugar.

—¡Oh, Dios, gracias, gracias, Señor, ya que todo fue una farsa! ¡Gracias desde lo más profundo de mi alma por impedir que esa horrible visión del infierno no fuera más que una espeluznante pesadilla! —se dijo alborozado. Entonces, al disponerse a cerrar los ojos para seguir orando, vio cómo la puerta se abría de golpe y penetraban por ella cientos o tal vez miles de ratas blancas, que corrían hacia él y comenzaban a devorarlo—. ¡Oh, no, Señor, no! ¡Esto no puede ser cierto! ¡Dame una señal de que, en verdad, esto no es más que una pesadilla! ¡Ahí están los testigos, Dios mío! ¡Pregúntales a las beatas del pueblo! ¡Pregúntales a los niños del orfelinato, Señor! ¡Yo cumplí Contigo, Santo Señor; yo guardé Tu Palabra, tus órdenes, tus códigos!... —imploró el hombre, y luego escuchó una voz de trueno, hiperbólica, redundante, cortante, que rompió su la cadena de imploraciones:

—¡Lo sabemos, Eustaquio... lo sabemos! —dijo la voz.

El hombre, entonces, buscó con sus ojos la dirección de donde provenía la inmensa voz y los dirigió hacia la ventana alta, descubriendo allí la grandiosa figura del ángel.

—¡Ángel, poderoso Ángel... eres tú!

—Sí, Eustaquio, soy yo... ¡tu Ángel!

—Dime, Ángel mío, ¿por qué si el Señor reconoce mi comportamiento, mi santa conducta terrenal, me ha confinado en este infierno? ¡Dímelo, poderoso Ángel!, ¿por qué me han arrojado a esta habitación para ser comido por las ratas?

El Ángel, levantando sus brazos y esgrimiendo la más dulce de las sonrisas, contestó al hombre:

—En verdad llevaste la más santa de las vidas, Eustaquio. Tú has sido un ejemplo a seguir y muchos de los llamados santos no tuvieron ni por asomo una observación de los mandamientos como tuviste tú.

—Entonces, divino Ángel, ¿por qué estoy en este infierno?

Más sonriente aún, el ángel respondió al hombre:

—No estás en el infierno, padre Eustaquio... ¡Estás en el paraíso! ¡Te merecías el paraíso, Eustaquio!

Tremendamente anonadado, aplastado como un tomate bajo las patas de un elefante, el hombre —y como en un cósmico recuento de su vida— repasó sus momentos estelares de santidad: los sacrificios, los rechazos eróticos, los autoflagelamientos, los harapos que vestía tras donar sus ropas al prójimo, las promesas cumplidas todos los años; en fin, el hombre computó toda su existencia y cuando pudo balbucir un pero ya las ratas blancas alcanzaban su boca...

 

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