viernes, 11 de junio de 2021

AQUEL MENSAJE DE JUAN BOSCH

 Aquel mensaje de Juan Bosch

Por Efraim Castillo
 
Si viviese de nuevo el momento de 1963 en que Ramón Oviedo —tratando de mejorar mi situación económica— me recomendó como creativo a Manuel García Vásquez, presidente de Publicitaria Excelsior, le diría: “¡Gracias, Ramón, pero prefiero seguir como estoy, militando en la izquierda revolucionaria y escribiendo teatro!” El gesto de Oviedo estaba relacionado con la situación económica que atravesaba en esa época, a pesar de la gran actividad política que desarrollaba como presentador de los programas radiales del Catorce de Junio, las agrupaciones 20 de Octubre y Ex-presos políticos, y del movimiento cultural Arte y Liberación. Oviedo sabía que, inclusive, vivía en una pequeña habitación del local de la 20 de Octubre, en la calle Espaillat.

 Ramón Oviedo (1924-2015)
 
Hoy, en mi vejez, enlazo aquella llegada mía a Publicitaria Excelsior y mi conversión en publicitario con un mensaje que el profesor Juan Bosch me envió con mi amigo Euclides Gutiérrez Félix, en 1982; algo que no sé si él recuerda: Dile a Efraím que deje la publicidad y se dedique de lleno a la literatura”, me transmitió Euclides. 

Juan Bosch (1909-2001)

Y partiendo de aquel mensaje de Bosch podría realizar una novela adherida a la literatura pulp o splatterpunk, con altas dosis de perplejidad sobre lo bueno y lo malo de los pasos en falso y los extravíos de una vida mal aprovechada. Por eso, al mirar hacia atrás y observar la inmensa cantidad de páginas que escribí de anuncios publicitarios —unas creaciones que se las comerá el geotrichum penicillicatum y los demás hongos y bacterias que acechan los escritos inútiles del discurso humano— siento que no soy lo que quise ser.

  Euclides Gutiérrez Félix

Cuando entré al mundo de la publicidad el sujeto dominicano era un personaje metaforizado al estilo aristotélico: un truco retórico, una caricatura. Entonces nos sacudíamos el polvo de un trujillismo que caló demasiado hondo en nuestros huesos y los villanos que poblaban la escena usaban micrófonos para predicar utopías provenientes de oscuros conciliábulos; eran verdaderos depredadores ensalzados por la iglesia. 

Aquel país de los sesenta estaba tras la búsqueda de guías sociales creíbles y, sin embargo, lo triste aconteció cuando hombres como Manolo Tavárez, Polo Rodríguez, Pipe Faxas, Juan Miguel Román y Francisco Caamaño llegaron, y sus hazañas se las tragó la indiferencia. 

Y es ahí, en el interregno comprendido entre finales de los sesenta y mitad de los setenta que pasamos del status-symbol de la moda jerarquizada —descrita por Baudrillard en Le système des objets (1968)—, al trágico drama del balaguerismo de los doce años, que depositó en el país un constructo psicológico que nos condujo a un consumismo desenfrenado y a la feria de la apariencia vacía. Todo refrendado, salvo pocas excepciones, en el periodo de los ocho años del PRD (1978-1986).
 
Entonces (y como un pelo en el sancocho) se abrió en 1996 el grifo del mal gusto; ese que se entronca al subdesarrollo y calca el mood y el look de las sociedades capitalistas, pero que obvia las estructuras referenciales, las cuales relata Umberto Eco en Opera aperta (1962), señalando que siempre, a la larga, producen un maldito efecto kitsch.

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