Figuración
del arcoiris
Por Efraim Castillo
Por Efraim Castillo
(A Euribíades Concepción Reynoso,
buscador insaciable de la luz, RIP)
SEÑOR, ME HAS dado gotas de
miel
apartando
el vinagre espeso;
frescos, claros arroyos donde las hojas
se
abaten.
Me has dado el ardiente, el frío desierto
donde
los cuajos de montañas
se
miden como espantos.
Me has dado distancias entre mar y mar,
la amplitud de la sonrisa que afirma,
esta carne en la que me veo cada mañana
y
me grita;
ese eco que responde y atosiga.
Pero hay vueltas —como tumbos al vacío,
como
rotonda donde bruma,
trueno
y goce se retuercen—,
recodos tenues, Señor, donde el eco
—como
guirnalda rezagada—
golpea mi máscara, mi escondite secreto de
silicona
y es entonces cuando se abanican los
presentimientos y la vida
como resorte quebrado ayuntando las
respuestas y la muerte.
Señor,
encerrado en esta cáscara viviente,
doblado en mí mismo,
zarandeado como vulva in vitro,
descreído como víbora pisada,
¿no podría preguntarte, siquiera,
por lo que permanece aún prohibido,
entre desastres causados en el nicho adánico,
donde bestias y brisas sobrecogían
el
amanecer y lo bebían,
y la luz se tendía a la sombra?
Sería mucho pedirte, Señor,
que me abras más, mucho más,
tu
aliento,
tu silueta al moverse entre presentidas
constelaciones
de amor
y
la más pura alegría;
que como simple apócrifo reintento
acomodes mi insinuación en el Aposento Bajo,
allí —justamente allí— donde los
huracanes pasan silbando
sus
prisas y las agonías cesan con tus pisadas?
Podría lanzarme —abandonándolo todo—
aguas
arriba, subir la colina,
crucificarme
contigo
y beber el último trozo de tu suspiro,
de tu abandono,
de tu misericordia
y no estaría nada más y nada menos desdoblando
la
actuación de la vida,
la repetición de un grito en abismo.
Dime, entonces, ¿qué debo hacer?
Explícamelo como lo ordenas al sol
cada
mañana,
como lo arguyes sobre el alcatraz
sobre
las aguas;
como lo expresas en la maravillosa
figuración
del arcoiris,
o, también, en la humedad
de
la yerba amanecida.
¡Estoy tan ahíto de gritos revestidos,
de algarabías camufladas,
de historias repetidas, martillantes,
orladas de dientes oscuros,
que hasta podría dormirme entre el céfiro,
esperando
subirme al tren del destino!
Este cansancio podría extrañarte,
¡oh,
Señor!,
pero ha sido comprado en la última
oferta
esgrimida,
en la gran venta interior del alma;
precisamente donde la locución
abate
al signo y lo trastrueca;
precisamente allí donde la música
rebota
entre los tímpanos
cimbreando la razón, partiéndola,
rompiéndola como cuarzo tostado.
¡Perdona, Señor, este cansancio tan común
de vida!
Este cansancio de buscar lo errante como
el
guerrillero la quebrada,
la
purificadora muerte entre el río y la piedra.
¡Perdóname, aunque sí supe siempre lo que
hacía
sin jamás dudar de la misericordia y el chasco!
Estoy abierto a ti, Señor:
mírame, ¿no parezco, acaso, el
arrepentimiento puro,
el trueque perdido en el mar, el dardo tirado
al corazón?
y tu primera y segunda heridas;
entre la más afilada de aquellas
espinas
que hirieron tu frente!
Y desde la noción del dolor sagrado
remóntame en el vuelo de la penitencia.
¡Ah, Señor, cuán apacible, cuán
resplandeciente puede ser
el goce de saberse amado y permanecer
absorto en tu vibrante
aliento!
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