miércoles, 7 de noviembre de 2012


Figuración del arcoiris

Por Efraim Castillo

(A Euribíades Concepción Reynoso,
buscador insaciable de la luz, RIP)





 

 

 SEÑOR, ME HAS dado gotas de miel
          apartando el vinagre espeso;
frescos, claros arroyos donde las hojas
          se abaten.

Me has dado el ardiente, el frío desierto
          donde los cuajos de montañas
          se miden como espantos.
Me has dado distancias entre mar y mar,
la amplitud de la sonrisa que afirma,
esta carne en la que me veo cada mañana
          y me grita;
ese eco que responde y atosiga.

Pero hay vueltas —como tumbos al vacío,
          como rotonda donde bruma,
          trueno y goce se retuercen—,
recodos tenues, Señor, donde el eco
          —como guirnalda rezagada—
golpea mi máscara, mi escondite secreto de silicona
y es entonces cuando se abanican los presentimientos y la vida
como resorte quebrado ayuntando las respuestas y la muerte.

Señor,
encerrado en esta cáscara viviente,
doblado en mí mismo,
zarandeado como vulva in vitro,
descreído como víbora pisada,
¿no podría preguntarte, siquiera,
por lo que permanece aún prohibido,
entre desastres causados en el nicho adánico,
donde bestias y brisas sobrecogían
          el amanecer y lo bebían,
y la luz se tendía a la sombra?
 


 


Sería mucho pedirte, Señor,
que me abras más, mucho más,
          tu aliento,
tu silueta al moverse entre presentidas
          constelaciones de amor
          y la más pura alegría;
que como simple apócrifo reintento
acomodes mi insinuación en el Aposento Bajo,
allí —justamente allí— donde los huracanes pasan silbando
          sus prisas y las agonías cesan con tus pisadas?

Podría lanzarme —abandonándolo todo—
          aguas arriba, subir la colina,
          crucificarme contigo
y beber el último trozo de tu suspiro,
de tu abandono,
de tu misericordia
y no estaría nada más y nada menos desdoblando
          la actuación de la vida,
la repetición de un grito en abismo.



 


Dime, entonces, ¿qué debo hacer?
Explícamelo como lo ordenas al sol
          cada mañana,
como lo arguyes sobre el alcatraz
          sobre las aguas;
como lo expresas en la maravillosa
          figuración del arcoiris,
o, también, en la humedad
          de la yerba amanecida.
 
¡Estoy tan cansado, Señor!
¡Estoy tan ahíto de gritos revestidos,
de algarabías camufladas,
de historias repetidas, martillantes,
orladas de dientes oscuros,
que hasta podría dormirme entre el céfiro,
esperando subirme al tren del destino!

Este cansancio podría extrañarte,
          ¡oh, Señor!,
pero ha sido comprado en la última
          oferta esgrimida,
en la gran venta interior del alma;
precisamente donde la locución
          abate al signo y lo trastrueca;
precisamente allí donde la música
rebota entre los tímpanos
cimbreando la razón, partiéndola,
rompiéndola como cuarzo tostado.
 

¡Perdona, Señor, este cansancio tan común de vida!
Este cansancio de buscar lo errante como
          el guerrillero la quebrada,
          la purificadora muerte entre el río y la piedra.
¡Perdóname, aunque sí supe siempre lo que hacía
sin jamás dudar de la misericordia y el chasco!

Estoy abierto a ti, Señor:
mírame, ¿no parezco, acaso, el arrepentimiento puro,
el trueque perdido en el mar, el dardo tirado al corazón?
 
¡Acógeme, Señor, entre el sudario
y tu primera y segunda heridas;
entre la más afilada de aquellas
          espinas que hirieron tu frente!
Y desde la noción del dolor sagrado
remóntame en el vuelo de la penitencia.

¡Ah, Señor, cuán apacible, cuán resplandeciente puede ser
el goce de saberse amado y permanecer absorto en tu vibrante
          aliento!

 

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