sábado, 29 de junio de 2019

Al saborear la vejez


AL SABOREAR LA VEJEZ

Por Efraim Castillo

El viaje hacia la vejez, el viaje hasta esa “Vejecia de los honores” descrita por Baltasar de Gracián en su obra magna, “El criticón” (1657), donde la ancianidad se divide en la Vejecia de los honores y la Vejecia de los horrores, no puede instaurarse en China, porque allí llegar a viejo convierte al ser humano en honorable y bastión cultural, a través de la “Ley de Protección de los Derechos e Intereses del Anciano”, que responsabiliza a los hijos adultos de proveer las necesidades espirituales de sus padres.

 Ramón Oviedo, Efraim Castillo y José Cestero, amigos de toda la vida.


Pero en este Occidente que sufrimos, el culto a la juventud hace del botox y la suposición una sagrada aspiración, porque ser viejo en Occidente es arribar a las soledades e invisibilidades que cubren al ser humano y se comienzan a vivir las exclusiones y alejamientos —sobre todo en la esfera social— donde los cultos se le rinden a los cuerpos inmaculados y a la belleza, propiciándose maratones de cirugías para cortar arrugas, senos caídos, vientres y nalgas grasientos. Y los viejos que superviven como parte de una intelligentsia privilegiada y fueron dioses aplaudidos en sus años de esplendor, sienten más hondamente ese pesar, esa separación, esa arritmia que los desvincula y ahoga en la soledad.
Y todo para tratar de obviar que, al saborear la vejez, se asustan las angustias y la evocación arropa los instintos, tornándolos blandos, llenos de júbilo y pretenciosas epifanías; todo para tratar de ocultar que saborear la vejez es revivir los entornos y ver crecer los trinos, dilatando los colores y alejando los temores por la muerte.

Sí, al saborear la vejez la agonía de la vanidad deja de ser espejo, presencia tartufa, simulacro de vida, convirtiendo el amor en una luenga sábana que arropa y cobija; al saborear la vejez dejamos de lado la frenética lucha del poder y una placentera paz nos acaricia como un inmenso gozo, retornando las sonrisas del recuerdo como olas esplendorosas. Así, las voces y risas de los nietos nos avisan que nuestros genes flotarán en el espectro de los tiempos, acorralando las promesas y deshaciendo como espuma todo aquello que quebró los sueños.



Llegar a la vejez es alcanzar una dimensión de transparencia, donde el anciano se convierte en un ser limpio, en un ente que la historia absorbe. Entonces, Dios aguarda la despedida final para tender la mano y abrir los ojos al horizonte de la alegría. Así, de nada valdrán las máscaras y los subterfugios, porque la vejez llega como una ráfaga de polvo y cera, abriendo puertas que se creían disueltas. La vejez es un estadio de vida donde los días desembocan en el infinito.


miércoles, 22 de mayo de 2019

Supervivientes


SUPERVIVIENTES 

(A Miguel Alfonseca y con él a toda la Generación del 60)


Por Efraim Castillo

Miguel Alfonseca, amigo mío, estoy aquí para quebrar y fragmentar los recuerdos; estoy aquí, donde el estío de la calle El Conde reverbera como un oráculo entre el viento y los chamanes envejecidos, gritando al hastío del tiempo. Te fuiste tú, se fueron Manolo, Jacques, René, Grey, Ayuso, Condecito, Silvano y Juan Bosco. ¿Cuántos más, Miguel, partirán en esta procesión de ángeles, de ángeles coléricos, cuyos gritos debieron provocar los truenos para despertar este país dormido? Sin embargo, está aquí, presentida y sensiblemente aprisionada entre furtivas evocaciones, la imagen de la mañana soñolienta: San Carlos abriéndose a la lluvia, a los pregones hirientes de la antesala, a las esquinas que aguardan la bruma. Está aquí, presentido, ese Gascue que gime desde las greñas de su bosque difuso, de las hirientes garras que carcomen sus bases. Está aquí, también presentida y sensiblemente aprehendida, la imagen de Grey Coiscou riendo con su boca amplia, con sus dientes de filo certero, donde Condecito esgrime la metáfora como un halo negro disuelto entre ecos de campanas, trinos y raídos pinceles.

Sí, Miguel, los recuerdos están aquí y también están aquí —para negar los sacrificios y la sangre derramada— los que negaron a Bosch y escupieron su legado. Están aquí sin sus disfraces de mansas ovejas, sin las sonrisas almidonadas que blandían como banderas, sin la espectacularidad ideológica de un “servir al partido para servir al país”, sin las proclamas alucinantes de una moralidad escatológica. Están aquí, Miguel, están aquí y enroscados como sierpes en cada ranura burocrática, en cada peldaño del poder político, gesticulando, moviéndose y pisoteando cada mosaico donde se estamparon nuestras cuitas y utopías.

 Miguel Alfonseca


¡Ah, Miguel, si aún aquella primavera que estalló en abril abriera un surco de esperanza! Pero, ¿será posible redimir la historia con esos gritos seudo musicales urbanos, en donde prima el sexo desaforado y se consume la energía vital en discontinuidades opacas, banales, que sepultan los continuos, los fluidos rítmicos de una historia que puede vibrar en la quimera, en los cantos sonoros de la plenitud de vivir? ¿Será posible percibir, aún, la voz de Manolo, de Juan Miguel, de ese Bosch que creyó descubrir una tribu de hombres inmaculados, de Peña Gómez vociferando la redención de la isla, y de aquellos ilusos que, como tú, como yo, y como todos los que conformamos la Generación del 60, anduvimos —como dóciles manadas— los caminos que resultaron ser trampas?

Supervivir esta historia, Miguel, es un ejercicio de iracundia y estupor, porque hoy los cantos se mellan contra un feroz clientelismo cuyas limosnas humillan y esclavizan. Hoy, aquello que llamábamos “el pueblo en lucha”, la semiotización, la ha convertido en una ridícula fracción del espectáculo, porque la sensibilidad se ha perdido. Por eso, precisamente por eso, Miguel, la única ilusión valedera podría ser aquel soldado desconocido, o alguien capaz de sumar sonrisas y rituales, explicando a todos que la transformación a la que llaman “cambio” puede conquistarse con la redención de la historia.

sábado, 18 de mayo de 2019

EL AMOR FATI

EL AMOR FATI
EFRAIM CASTILLO
Yo, que me burlaba a menudo de aquellos que se guarecían en deducciones metafísicas para consentir indiferentemente la desmoralización y pérdidas de nuestros valores básicos, he llegado a la conclusión de que la sociedad dominicana atraviesa, más allá de la confusión, un proceso que convierte en ideología la aceptación del destino. Esto, de no haberlo constatado a través de una persistente observación del desenvolvimiento social, las lecturas de nuestros diarios y, sobre todo, de escuchar las vocinglerías emanadas de los programas radiales, jamás lo hubiese creído. Este fenómeno la vox pópuli lo identifica como “todo es todo y nada es nada” (to e’ to y na e’ na), una simple vulgarización del amor fati nietzscheano: “No quiero hacer la guerra a lo feo. No quiero acusar, ni siquiera a los acusadores. ¡Que mi única negación sea apartar la mirada! ¡Y en todo y en lo más grande, yo sólo quiero llegar a ser algún día un afirmador!” (Nietzsche, artículo 276 de La gaya ciencia, 1882).

 Efraim Castillo

Pero lo peligroso del amor fati es que nos envuelve y nos alela, nos arrincona y nos convierte, no en simples observadores, sino en cómplices de lo que nos sucede y ya no nos importa nada, remitiendo las horripilantes pérdidas de tiempo en los tapones del tránsito en paseos olímpicos y los miedos a los atracos en pesadillas pasajeras. El amor fati, esa aceptación del to e’ to y na e’ na, ha convertido el proceso a los inculpados en el caso Odebrecht en una serie televisiva de mala muerte de la que todos sospechamos un complaciente final, así como propiciando que los robos envueltos en la compra de los Tucanos, en los robos de la OMSA, la OISOE y otros organismos estatales, se diluyan como sucesos de un inevitable destino. Con el tiempo, ese amor fati nos internará, luego de trasponer la abulia —que ya nos invade— en una perniciosa anomia, propiciando que ignoremos los principios sagrados que deberían normar la nación.   
Entonces, cuando seamos una presa insalvable de ese amor fati —ya convertido en ideología—, el país dejará de ser lo que una vez soñaron Duarte y los Trinitarios, eso que los viejos libros asentaron con maravillosas palabras describiendo un pueblo honrado, cariñoso, humano, y nos convertiremos entonces en una jungla de calles selladas con todo tipo de peligros: asaltos, insultos y congestionamientos salvajes; en carreras de partidos políticos cuya metal final serán los torneos electorales canibalizados; en plazas comerciales saturadas de drogas; en una cueva de frontera violada.
Sí, ese amor fati, ese ominoso to e’ to y na e’ na, podría ser perdición —o salvación— si no lo detenemos a tiempo, expulsándolo junto a los que lo han introducido como una bestial epidemia para deshacer el otro amor, ese que se arraiga en la axiología y en los valores que deben modelar la vida social: la honestidad, el respeto mutuo, la justicia, la responsabilidad, la dignidad, la solidaridad, la reciprocidad y la equidad participativa.

miércoles, 8 de mayo de 2019


Diálogo con José Carvajal: “La falta de fe literaria”.

Entre abril y mayo del 2014, José Carvajal y yo mantuvimos —vía Messenger— varios diálogos. Este fue uno de ellos.

José Carvajal: Efraim, noto una falta de "fe literaria" en escritores dominicanos de gran experiencia y calidad. ¿Qué cree usted ha provocado, o provoca, esa falta de fe y esperanza?
Efraim Castillo: Hace muchos años —algo más de cinco décadas—, mientras me encontraba fuera del país, un amigo español (y caricaturista para más señas), me presentó un dibujo donde aparecía un personaje muy parecido al mulato caribeño: piel marrón, pelo ensortijado y rasgos físicos algo ásperos. Lo extraño del dibujo era que el personaje tenía en la mano derecha un enorme serrucho. Cuando le pregunté al amigo español lo que representaba aquel dibujo, me respondió con una amplia sonrisa de crítico kantiano: Así es como interpreto al Ser dominicano, a tu gente. Desde luego, le pregunté que cuál era el significado del enorme serrucho en una de sus manos y, como si esperara mi respuesta, me disparó a quemarropa: Efraim, todos los dominicanos que he conocido, con excepción de muy pocos, o se critican continuamente entre sí, o se las ingenian para serruchar las oportunidades de otros coterráneos. Aquel dibujo y la teoría de la “serruchadera de palo” expresada por el amigo caricaturista me han acompañado a lo largo de cincuenta y dos años. He comprobado que la teoría no es cierta en varios ámbitos de los procesos sociales, y sí en otros, sobre todo en aquellos donde las posiciones conflictivas se asientan en estructuras intelectuales. Nietzsche en su ensayo “Sobre verdad y mentira en sentido extra moral  (Obras completas, Vol. I”, Editorial Prestigio; Buenos Aires, 1970), enuncia que:

 “La verdad es la base que se adultera al operar la zancadilla, (como) una milicia en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos (…) una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes”. 
Este enunciado de Nietzsche lo asocié, no sólo a la verdad sobre el Ser dominicano como serruchador consuetudinario de oportunidades y éxitos, sino al fenómeno que atosiga y enclaustra nuestra literatura al ámbito insular, ahogando brillos intelectuales y aupando individuos mediocres cuyos talentos no trascienden la frontera del tiempo. Entre las motivaciones que mueven ese atolladero figuran los brillos y éxitos alcanzados por algunas generaciones y las oportunidades perdidas por otras. 

Sin embargo, la prisión insular de nuestra literatura no se debe exclusivamente a “la serruchadera”, sino a un conjunto de factores:

• La educación literaria primaria, estancada en una didáctica que mueve los mismos nombres de autores, sin tamizarlos  a través de críticas responsables. Esos nombres de autores nacionales han sido movidos por las mismas editoriales que han sacado enormes tajadas pecuniarias con las tiradas de sus libros. Debido a este estancamiento en la educación literaria primaria, los estudiantes que no desertan de la escolaridad y alcanzan grados universitarios, nunca llegan a conocer los nuevos talentos literarios del país, exceptuando a los que las editoriales manejaron como productos de fácil venta.  

• La falta de bibliotecas escolares, las cuales corren el riesgo de ser olvidadas por el brillo petulante de los laboratorios informáticos, lo que completaría el crimen definitivo del hábito de leer libros impresos sobre papel, violentando esa estructura cultural multidimensional que McLuhan conceptualizó en “The Gütenberg Galaxy” (1962). 

• La carencia de editoriales que sepan mercadear y publicitar, no sólo libros, sino la propia lectura. Hace un poco más de cien años, cuando no existían cine, televisión y radiofonía, los diarios se encargaban de promocionar la literatura de ficción a través de publicaciones seriadas en diarios y revistas, tal como sucede actualmente con las telenovelas y otros seriales. Esas lecturas se promocionaban a través de afiches y quioscos. Ahora que las autoridades del Ministerio de Cultura han comenzado a publicar libros de los nuevos autores nacionales, se precisa de una profunda estrategia publicitaria para que los textos lleguen donde tienen que llegar, tanto aquí como en el exterior, contando las embajadas y consulados con una empleomanía supernumeraria que podría dedicarse a mercadearlos. 

• El primitivismo intelectual es una de las retrancas del brillo literario dominicano en el exterior. ¿Por qué se ha destacado Julia Álvarez en el exterior y no Ángela Hernández, o Emilia Pereyra, que son igual o mejores narradoras que la dominico-norteamericana? O ¿por qué Marcio Veloz Maggiolo, o Doy Gautier, o Roberto Marcallé Abreu, u otros, que escriben con más profundidad y ritmo que Junot Díaz, no figuran en algunas enciclopedias mundiales donde se destaca el dominico-norteamericano? La razón no hay que buscarla muy lejos. Está ahí: el primitivismo intelectual que nos estanca, donde cada cual obvia los brillos del otro, aún no se ejecute la “estrategia del  serrucho”, que acecha a cada paso.

• Se podría argüir que nuestra calidad narratológica no es de suficiente calidad para ser exportada, pero sé que eso no es cierto. He sido lector de ficción desde la niñez y la fabulación narrativa del país ronda una puntuación  de excelencia, sin contar con empresas donde los textos son sometidos a severos procesos correctivos, como en los países con largas tradiciones  editoriales. 

• Además, las temáticas enfocadas en nuestra literatura se apoyan casi siempre en conflictos sociales por los que ha atravesado la nación (revoluciones, dictaduras, golpes de estado, intervenciones extranjeras, etc.), no obstante la literatura light estar penetrando con suma rapidez en el país.

Creo, estimado José, que esos han sido algunos pasajes del atraso sufrido por el país respecto a la exportación de textos literarios. Puedes apostar, entre ellos, a que la “serruchadera” tiene algo de protagonismo, pero no tanto como la “falta de fe literaria”, que abunda en demasía e inyectada en la vena equivocada.

lunes, 29 de abril de 2019

LA SINGULARIDAD COMO TOTALIDAD


La singularidad como totalidad

Por Efraim castillo

Recuerdo, en los días que el muro de Berlín se vino abajo, que Silvano Lora, Pedro Mir y yo, ocupando asientos en el espacio principal del atelier de Silvano en la avenida Pasteur (que también se aprovechaba para los encuentros de cada jueves con sus amigos), nos planteábamos apasionadamente el futuro, no de la cultura, sino de las culturas; es decir, de los componentes físicos y abstractos que moldean la totalidad de las producciones sociales y que, a la larga, impregnan a las naciones de su singularidad, esa cualidad que, evadiendo lo que numérica o cuantitativamente no responde a la especificidad local, crea la diferencia entre los pueblos y naciones, y que Heidegger, sabiamente, expuso «como el valor de un ser —su poder— que puede medirse por su capacidad de recrearse», asegurando que «un ser es tanto más singular cuanto más capaz es de recrearse» (Martin Heidegger: "Identität und differenz, neske, pfullingen", 1957).

Pedro Mir, que siempre fue dado a la observación profunda, no salía aún de su estupefacción por el desgajamiento en cadena de una estructura político-social como la Unión Soviética, que había costado tantos esfuerzos y sacrificios, pero apostaba a que lo que se vislumbraba en el horizonte como una naciente, desafiante y arbitraria polaridad en la conducción mundial, no podría erradicar el abanico multifactorial de valores que conformaban las singularidades nacionales.

Y eso lo decía Pedro —a pesar de que desde hacía tiempo en la URSS y otros países de la Europa oriental, los pantalones tipo vaquero, la Coca-Cola y los hotdogs comenzaban a ponerse de moda—, porque sabía bien que no hay conquista completa hasta que la integración de lo meramente singular, ese complejo entorno —no contorno— de valores, creencias y actitudes compartidas, no se disolviera en lo numérico o cuantitativo, produciéndose el efecto-mosaico de la contaminación.

Entonces, tanto Silvano como yo, reforzábamos las reflexiones de Mir, señalándole las grandes conquistas, crecimientos imperiales y muertes de civilizaciones registradas en la historia: la sumeria, ahogada por la egipcia y otros pueblos de la Anatolia; la egipcia, consumida por reyertas internas y suplantada por un reinado griego (el de Tolomeo) a la muerte de Alejandro; la griega, absorbida por la romana, y ésta disgregada a partir de los grandes papados fortalecidos por Carolus Magnus (Carlomagno), que vigorizaron la llamada Edad Media, hasta llegar al último de los grandes guerreros europeos, Napoleón, quien irrigó sus conquistas con la poderosa impronta de un código impregnado por las esencias de la Revolución Francesa y el derecho consuetudinario, el cual, a pesar de todas las ocupaciones martilladas por lanzas, sables, fusiles y cañones que destruyeron ciudades y aldeas, asesinando poblaciones y ocupando vastos territorios, las singularidades de las naciones conquistadas —determinadas por una identidad total— supervivieron al ahogo, a la masacre y a la asfixia como estrategia.

Desde luego, Pedro Mir sabía que lo que ha impregnado de ese sabor singular a la enorme diversidad de pueblos que habitan el planeta, ha sido la maternidad y la cocina, transmitidas como herencia por un cordón umbilical que se extiende orgánicamente a la lengua, a los olores y colores, y que se fundamenta en una expresión de totalidad esencial.
(DE MI LIBRO INÉDITO "SOCIOLOGÍAS")


SUPERVIVIENTES


Supervivientes

Por Efraim Castillo

1

La vida bajo las dictaduras no facilita esos espejos de la Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll (pseudónimo de Charles L. Dodgson) para, atravesándolos, arribar a mundos utópicos, porque las dictaduras hay que sufrirlas si no se desean combatir, viviéndolas bajo sus reglas, pero extrayendo de ellas ese lado reconstructivo que viene parejo con las férreas disciplinas que estructuran y posibilitando los alcances provenientes de sus programas de reintroducción capitalista, siempre tutelados bajo la férrea supervisión del Estado, tal como se produjo en el patrón dictatorial de Trujillo. Esta modélica organización de las dictaduras fue la que visionó Juan Bosch en 1963, pero que no pudo implementar por su derrocamiento en septiembre de ese año y que, luego, en 1969, expresó en su teoría de la dictadura con respaldo popular.

Los nacidos entre los años 1937 y 1942 —que integramos la Generación del 60— conocimos aquella “Era” casi desde su mismo inicio, asimilando el cambio descomunal que transformó al país desde 1930 a 1945, cuando los gobiernos dictatoriales del mundo, empujados por los fenómenos revolucionarios producidos antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que operar nuevos discursos. Y fue así que conocimos a los coberos y limpiasacos oficiales que, abofeteando la historia, propusieron y obtuvieron el cambio de nombre a la capital dominicana. Conocimos, también, la efeméride del primer centenario de fundado el país (1944), cuando Trujillo, en un acto que debe ser recordado como un trascendental acontecimiento histórico, arribó a un tratado para pagar la azarosa deuda externa que nos ocasionó los más terribles daños: el Empréstito Hartmont, tomado por Buenaventura Báez al aventurero inglés Edward H. Hartmont, setenta y cinco años atrás (1869), por la suma de 420 mil libras esterlinas, de las cuales sólo recibimos una pequeña parte y que ocasionó —entre otros males— los cierres de crédito al país antes de finalizar el Siglo XIX, la confiscación de nuestras aduanas y, lo más brutal, la primera intervención armada norteamericana, en 1916. En esa década de los 40’s nos enteramos del momento en que Trujillo quiso abrirse a la democracia —presionado por los cambios posbélicos— permitiendo el surgimiento de partidos liberales, una medida que tuvo que anular a los pocos meses y que produjo el primer sismo de repudio colectivo a la dictadura. La secuela de esa represión fue la expedición de Luperón, en 1949.
En esos episodios, Trujillo, gran dominador del imaginario dominicano de los años veinte y treinta, tropezó con una generación  que, aunque incubada mayoritariamente bajo su mando, no conocía a plenitud. Esta fue una generación que a pesar de haberse alimentado con las consignas propagandísticas del régimen, también tenía acceso a la radiodifusión de onda corta, a la prensa y al cine, por lo cual se había enterado de la existencia de la Unión Soviética y de las caídas del fascismo y el nazismo; aunque desde luego, también conocía las trochas dictatoriales abiertas en España, con Francisco Franco, en 1939.

2

Luego, la Generación del 60 conocería las dictaduras de Alfredo Stroessner en Paraguay, en 1940, y las de Marcos Pérez Jiménez y Gustavo Rojas Pinilla, en Venezuela y Colombia, en 1953. Desde luego, las dictaduras germinadas entre y después de la Segunda Guerra Mundial diferían de las mesiánicas de Stalin, Mussolini, Hitler y Trujillo, porque éstas se apoyaban en ideologías sostenidas sobre bases que propugnaban estrategias vinculantes a la capacidad nacional de producción y exportación, así como en el control de los niveles de inversión externa. Sartre, en El Ser y la Nada, su obra filosófica cumbre (Librairie Gallimar, 1943), tiene una respuesta ante ese nudo que aprieta al ser humano frente a la realidad:Los novelistas y los poetas han insistido esencialmente sobre esta virtud separadora del tiempo, así como sobre una idea vecina, que se desprende (…) de la dinámica temporal: la de que todo ahora está destinado a volverse un otrora; porque el tiempo roe y socava, separa, huye; e igualmente a título de separador —separando al hombre de su pena o del objeto de su pena—, también cura”.

Para Sartre, el poder del ser humano es comprender y asimilar el verbo sobrevivir, no como un suceso oportunista, sino como un acontecer fenomenológico. Por eso, los que soportamos el tránsito de la dictadura pudimos descifrar esa noción de historia que nos remitió, sin disminuirnos, a una supervivencia que mezcló admiración, miedo y  resistencia, con una secreta desconfianza; y esto, sin lugar a dudas, porque como testigos de primera fila, tuvimos que moler el vidrio y soslayar las sospechas, tragándonos —sin masticar— las alabanzas proclamadas por los personeros de que Trujillo fue para el país un fenómeno organizador, una especie de amo-dictador que reparó los múltiples caos que permanecían disueltos en los avatares de una historia sin definición aparente, infundiendo miedo a los que habitamos ese espacio-tiempo. Por eso, por ese camino recorrido, tratamos de no sucumbir, aferrándonos a un existir apegado a las apariencias, pero ateniéndonos a lo que intuíamos, no a lo que el régimen deseaba que viéramos.

¿Por qué más de un millón de dominicanos, exceptuando unos pocos, no le dijeron NO a Trujillo y se esperó hasta mediados de la década de los 40’s, cuando surgieron grupos antagónicos a su régimen?  En Fenomenología del espíritu (1807), Hegel arroja luz sobre esta relación entre amo-esclavo —o en el caso específico del poder político, entre dictador-ciudadano—. Explica Hegel: “El esclavo (o el ciudadano, apunto yo) por el contrario, no tiene necesidad del amo (o del dictador, apunto yo) para satisfacer (sus) propias necesidades, y, por lo tanto, se encuentra en una posición de efectiva ventaja respecto de aquel. El trabajo lo ha emancipado del dominio del amo (o del dictador). Pero el esclavo (o el ciudadano) se ha hallado en la posición del dominado, porque ha sentido angustia frente a la totalidad de la propia existencia a causa de que ha tenido miedo a la muerte (furcht des todes)”.

3

Para Hegel,  enuncia el filósofo italiano Antonino Infranca, “el propio miedo del esclavo  contagia y aprisiona al amo, que se vuelve —al mismo tiempo— su propio esclavo, conformando una simbiosis” (Revista Topía, 2001). Sin embargo, hubo una transformación esencial en la aparente sumisión de los que optamos por adaptarnos y supervivir a la dictadura, y ese cambio fundamental comenzó a contagiar nuestra generación a partir de  la mitad de los años 50’s, cuando Trujillo permeó la obediencia y la admiración del país hacia su régimen, tras sustituir la dureza del respeto y el temor como sostén de la obediencia —articulados a través de bandas organizadas y caciques despiadados— por una nueva estrategia de terror psicológico, copiada de los dictadores que pisaron nuestro suelo a partir de la mitad de ese decenio: Domingo Perón, Marcos Pérez Jiménez, Gustavo Rojas Pinilla y Fulgencio Batista, quienes se aposentaron en el país y lo convirtieron en una madriguera de canallas, un espacio decisivo en el que los asesores de Trujillo debieron exponerle que el tiempo de regir un país con la táctica del terror como doctrina había llegado a su fin.
Hoy, los que sobrevivimos de aquella generación nacida entre 1937-38 al 1942 —los más jóvenes contando con setenta y siete años y los mayores sobre los ochenta—, podemos mirar atrás y sonreír, porque partiendo de los hitos que marcaron al país desde el decenio de los 30’s, la vida ha recorrido un trayecto histórico impulsado por cruciales cambios sociales, tecnológicos y científicos, y nuestra generación, con muy pocas excepciones, los ha recorrido como protagonista de un discurso apegado a las disciplinas ensambladas a las ciencias, los deportes, la literatura y la tecnología, tratando de servir a los demás y auspiciando y respetando los valores que engrandecen la patria.
La Generación del 60 habitó dos tercios de la dictadura de Trujillo y en ese interregno  histórico decenas de sus miembros fueron torturados y asesinados. Pero luego de la muerte del dictador, nuestra generación fue partícipe de primer orden en la huida de los Trujillo, a finales del 1961, y de Balaguer, en 1962; en el apoyo a Bosch en diciembre de ese mismo año y en las luchas guerrilleras y protestas urbanas escenificadas tras su derrocamiento en 1963; en la participación decisiva y combatiente durante la revolución de abril del 1965; y en el enfrentamiento al balaguerismo desde su misma ascensión al poder en 1966, hasta su salida en 1978, en donde muchos de sus integrantes fueron  asesinados.
Nuestra Generación del 60 ha completado los ciclos discursivos de un país, que aunque a veces parece doblarse sobre sí mismo, siempre se levanta vigoroso, apoyándose en sus buenos hijos. Por eso, los supervivientes de nuestra generación, sin miedo al pasado, sin miedo al presente y sin miedo al futuro, podemos enfrentar los desafíos, trampas y enmascaramientos que nos acechan, porque hemos vivido una vida colmada de zancadillas y la hemos supervivido como una llama ardiente atravesando la historia.

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Miguel Alfonseca, amigo mío, estoy aquí para quebrar y fragmentar los recuerdos; estoy aquí, donde el estío de la calle El Conde reverbera como un oráculo entre el viento y los chamanes envejecidos, gritando al hastío del tiempo. Te fuiste tú, se fueron Manolo, Jacques, René, Grey, Ayuso, Condecito, Silvano y Juan Bosco. ¿Cuántos más, Miguel, partirán en esta procesión de ángeles, de ángeles coléricos, cuyos gritos debieron provocar los truenos para despertar este país dormido? Sin embargo, está aquí, presentida y sensiblemente aprisionada entre furtivas evocaciones, la imagen de la mañana soñolienta: San Carlos abriéndose a la lluvia, a los pregones hirientes de la antesala, a las esquinas que aguardan la bruma. Está aquí, presentido, ese Gascue que gime desde las greñas de su bosque difuso, de las hirientes garras que carcomen sus bases. Está aquí, también presentida y sensiblemente aprehendida, la imagen de Grey Coiscou riendo con su boca amplia, con sus dientes de filo certero, donde Condecito esgrime la metáfora como un halo negro disuelto entre ecos de campanas, trinos y raídos pinceles.

Sí, Miguel, los recuerdos están aquí y también están aquí —para negar los sacrificios y la sangre derramada— los que negaron a Bosch y escupieron su legado. Están aquí sin sus disfraces de mansas ovejas, sin las sonrisas almidonadas que blandían como banderas, sin la espectacularidad ideológica de un “servir al partido para servir al país”, sin las proclamas alucinantes de una moralidad escatológica. Están aquí, Miguel, están aquí y enroscados como sierpes en cada ranura burocrática, en cada peldaño del poder político, gesticulando, moviéndose y pisoteando cada mosaico donde se estamparon nuestras cuitas y utopías.

¡Ah, Miguel, si aún aquella primavera que estalló en abril abriera un surco de esperanza! Pero, ¿será posible redimir la historia con esos gritos seudo musicales urbanos, en donde prima el sexo desaforado y se consume la energía vital en discontinuidades opacas, banales, que sepultan los continuos, los fluidos rítmicos de una historia que puede vibrar en la quimera, en los cantos sonoros de la plenitud de vivir? ¿Será posible percibir, aún, la voz de Manolo, de Juan Miguel, de ese Bosch que creyó descubrir una tribu de hombres inmaculados, de Peña Gómez vociferando la redención de la isla, y de aquellos ilusos que, como tú, como yo, y como todos los que conformamos la Generación del 60, anduvimos —como dóciles manadas— los caminos que resultaron ser trampas?

Supervivir esta historia, Miguel, es un ejercicio de iracundia y estupor, porque hoy los cantos se mellan contra un feroz clientelismo cuyas limosnas humillan y esclavizan. Hoy, aquello que llamábamos “el pueblo en lucha”, la semiotización lo ha convertido en una ridícula fracción del espectáculo, porque la sensibilidad se ha perdido. Por eso, precisamente por eso, Miguel, la única ilusión valedera podría ser aquel soldado desconocido, o alguien capaz de sumar sonrisas y rituales, explicando a todos que la transformación a la que llaman “cambio” puede conquistarse con la redención de la historia.

miércoles, 20 de febrero de 2019

El amor a la vida como epopeya

EL AMOR A LA VIDA COMO EPOPEYA Por Efraim Castillo

Efraim Castillo, publicista, dramaturgo, novelista, poeta, ensayista, asesor mercadólogo...

Fue Ramón Oviedo quien me habló de una chinita que vivía en Villa Francisca, cuando desarrollaba una campaña para la marca de tenis Paseo, fabricada por la firma Celso Pérez. En aquella campaña tenía la idea de vulnerar la prohibición de la entonces Secretaría de Estado de Educación y Bellas Artes, que impedía el acceso a las aulas con ese tipo de calzado, sólo admitido para las faenas deportivas.
Cuando llegamos a la residencia de la chinita, ubicada en la calle José Reyes —que se bifurcaba con la Jacinto de la Concha, en Villa Francisca—, Ramón Oviedo, señalando a una hermosa jovencita, expresó:
—He ahí a Leibi, Efraim. Ella es la jovencita de quien te hablé.
Aunque no esperaba nada especial de aquella chinita de doce años, salvo su utilización como  modelo en la campaña de las zapatillas, al conversar con ella experimenté un inmenso asombro al contemplar sus ojos rasgados pestañear al compás de sus palabras y la gesticulación de sus manos. Supe, entonces, que en Leibi Ng se albergaba una inteligencia fuera de lo común, aureolada por una nobleza fuera de lo común.
Terminadas las sesiones fotográficas, publicados los anuncios e investigados sus resultados (que resultaron altamente provechosos), invité a Leibi a que visitara mi agencia y se incorporara a los trabajos creativos. Tras unos meses laborando junto a mí, sus estudios le impidieron continuar asistiendo a la agencia y la perdí de vista por un tiempo, enterándome de su matrimonio —algunos años después— y su posterior viaje a España.  
Sin embargo, cierto día en que abrí el correo electrónico (¡Oh, maravilloso Dios!) me encontré con un mensaje de Leibi Ng, ya convertida en una hermosa mujer, quien me saludaba e invitaba a incursionar en el prodigioso mundo del ciberespacio. Unos días más tarde me sorprendí cuando descubrí que yo era un bloguero gracias a Leibi, quien me creó un blogs y publicó algunos de mis trabajos literarios en el espacio virtual, enseñándome a insertarlos en el blog recién creado. Y aunque sabía de su capacidad creativa, nunca imaginé que aquella hermosa chinita fuera capaz de albergar tantas cualidades para procesar producciones estéticas, amén de desarrollar admirables aptitudes sociales, justo allí en donde se desangran y diluyen los cenáculos de intelectuales.
Hoy, Leibi Ng, crecida como ser humano, crecida como un ser cuya bondad ha socorrido a decenas de personas perdidas en el caos de las búsquedas estéticas; como un ser al que le duelen los desamparos infantiles y las fatigas que producen los abandonos y las pérdidas pasionarias, emerge como una exquisita poeta.
Porque en cada poema de Leibi Ng se mueve la vida, edificándose su canto a través de las evocaciones, de sus sueños y melancolías. En sus cantos crecen esas epopeyas diarias que se pierden en el Trafalgar de las urbes, porque en sus poemas grita al amor por la vida, por esa vida que forma parte integral del poeta en el tejido del texto y, por lo tanto, que transforma y subvierte su propia vida.
En Ficción del Unicornio, el poemario de Leibi Ng, cada verso conlleva un movimiento desde y hacia la vida, transformándola, deshaciendo y haciendo su propia historia, catapultando hacia el lector los misterios, goces y sueños, atrapados en su lenguaje. 
No, no me equivoqué al predecir lo que devendría en Leibi Ng de continuar aquellas pesquisas, aquellas indagaciones sobre las curiosidades que se abrían frente a sus ojos, llevándola a desahogarse —cuarenta años después— a plasmar como un fulgurante destello:

Apreso dos tiempos:
Uno en que yo misma me encontré
escuchando el Universo
Otro en que tus letras se hicieron bolero.

Hoy siento lo mismo que en aquella tarde:
pulso disparado y el júbilo de la sorpresa:
Mi árbol ilumina la estancia dormida.

Un árbol de vida verde, azul turquesa,
un murano frágil de belleza nueva
lo más cerca tuyo
el amor certero que cruzaba el cielo
volaba, volaba sobre un mar en calma
sonreía blanca como una gaviota
abría sus alas con su envergadura
como carta blanca
como una esperanza
aromatizaba mis noches despierta.
(“Ficción del Unicornio”, Cuadriga)

Porque desde el grito poético —hecho epopeya— de Gilgamesh, en aquella Sumeria atosigada por el tiempo y el dolor, el poema ha abrigado la historia, transformándola y convirtiéndola en ritmo, en canción y esperanza, como Leibi cuando enuncia:

Si me escondo
tras los calzones
coloridos de un payaso
camuflando de la rabia y la tristeza
mis sentidos...
Si me escondo
desde arriba para abajo
en la insegura levedad de este momento...
no es mi culpa.
Afuera está tan triste
y llueve.
(“Ficción del Unicornio”, Si me escondo)

En la tablilla III, columna 4 del poema, Gilgamesh grita:

Si caigo, habré conquistado la fama.
La gente dirá: ¡Gilgamesh cayó
luchando contra el fiero Humbaba!..
Estoy decidido a penetrar en el bosque de los credos

Ese grito de Gilgamesh es el que se ha venido escuchando a través de Homero y de todos los poetas a los que las civilizaciones que les tocó vivir se alojaron en sus pechos, sintiéndolas y albergándolas en sus dolores y pasiones. Por eso es que en el canto de Leibi Ng se mueve una luz que abate la sombra:

Un nombre, una mirada, un trago amargo
y los ojos avisan tempestades,
pulsos, intentos, situaciones, gritos, música, pasos
y el reverso de mi mano borra el rastro:
No tengo tiempo para regodearme
ni en mi alergia a los ácaros
ni en el dolor sentido.
Hay muchas más historias por delante
y otro sabor me aguarda en el cajón florido.
Tras ave en libertad de nuevo jaula sale.

(“Ficción del Unicornio”, Abro un cajón pequeño y brotan flores)

Aunque en el poemario de Leibi se agita y transfigura la pasión como un viento que serpentea entre horizontes y marismas, la bruma siempre se despeja dando paso al sol que nutre la vida:

A veces en la oscuridad resplandecen tus ojos.
Tintinea un sonajero y la brisa me besa.

Y sé que eres, que estás, que me piensas…

Cada alborada el rocío se cuela entre las sábanas
una gracia luminosa desciende por la estancia
se posa en el lugar que para ti reservo y ahueco el resplandor
como quien da las gracias acunando un tesoro
Es divino el momento y aunque no estés, te nombro.

A veces soy real

(“Ficción del Unicornio”, A veces en la oscuridad resplandecen)

Creo que si no hay vida, vida sentida, vida vivida, vida pensada, vida soñada o trascendida hacia linderos insospechados en el poema, se deshace la propia poesía y el poema no trasciende, convirtiéndose en carroña para alimentar los desaciertos. De ahí a que China, como un relámpago que alerta su pasión, se mueve en Leibi y la explaya hasta esos límites en donde la sangre vigoriza lo evocado:

Me rodean los centinelas inmóviles de la tumba Qin

Una capa de arena tras otra sepultan mis movimientos
Y quiero gritar, mas no puedo
Y quiero escapar, pero no se termina
Estoy cada vez más pequeña dentro de mí misma
Donde tus recuerdos me tienen prisionera.
Es como recorrer por dentro a un gusano espacial:
viajo directo a la caverna de su boca
donde la luz no llega
y me enterraron viva como a una concubina
en mitad de una pesadilla que regurgita en la memoria.
Son los círculos en el agua de una piedra lanzada con violencia desde la otra orilla. 

(“Ficción del Unicornio”, Desnudez de los árboles)

No, no me equivoqué al atreverme a inducir mi predicción sobre aquella chinita de doce años, sobre aquella Leibi Ng que hoy me vislumbra con Ficción del Unicornio,  un poemario que canta al amor, al amor que nutre la vida, al amor que zarandea y provoca las pasiones que mueven y transforman la historia.

#77. Relincho de amor al atardecer

viernes, 7 de diciembre de 2018


RADHAMÉS GÓMEZ PEPÍN EN LA MEMORIA 

(A Cornelia Margarita Torres, por ser como es)

Por Efraim Castillo

Radhamés Gómez Pepín (1927-2015) —fue superviviente de una raza de periodistas en extinción—, y cuando partió de esta existencia temporal el país perdió una voz emisora de información imparcial, una voz descendiente de aquel periodismo nacido con el Acta Diurna creado por Julio César, donde la noticia era servida para transmitir conocimiento mediante el simple circuito emisor medio-receptor, y que él —conocedor innato de su importancia social— elevó a la cima a través de su vida, primero como reportero y columnista, y luego en la dirección del vespertino El Nacional. 

Radhamés, en esta postmodernidad donde lo light se sirve como un batido de lechosa con leche y azúcar sintética, y el periodismo yace moribundo a través de las supuestas ventajas de un hipertexto donde la información se produce one-to-one, con una interactividad instantánea que convierte al receptor (C) en emisor (A), mantuvo incólume los principios básicos de servir la noticia tal como sucedió, por más cruda que fuera, auspiciando el concepto inviolable, sacrosanto, de comunicar para servir.

Como investigador de todo lo relacionado con la comunicación social, Radhamés conocía los principios de la multiconectividad y su uso en los medios electrónicos, los cuales comenzaron en EEUU hacia 1993 con la empresa Knight Ridder, cuyos experimentos en servicios de videotextos tuvo magníficos resultados de research, proporcionándole el desarrollo de vastas redes telemáticas, incluyendo la Internet, así como de grandes herramientas para operaciones en la Web.

Recuerdo que en uno de los encuentros que sostuve con él y Luis Pérez Casanova (Lupeca), nos habló de que fue a partir de 1993 cuando las grandes cadenas periodísticas norteamericanas se dieron cuenta de la importancia de la noticia en línea, servida a través de periódicos electrónicos multimediales, aunque ya en 1992 The Chicago Tribune había creado su versión electrónica integral a través de la red de servicios de Internet —American OnLine (AOL)— y hacia 1994 The New York Times, The Washington Post, Los Angeles Times, Newsday, USA Today, The Kansas City Star y otros, habían dado el salto hacia los servicios de comunicación multimedia, seguidos por los más prestigiosos de Europa y Japón.

Sin embargo, Radhamés también sabía que el periodismo dominicano, aún obligado a caminar hacia la noticia one-to-one que penetra y hace espacio a través de las computadoras y la telefonía móvil, debía mantener los principios elementales de una comunicación cuyo espíritu humano tenía la obligación de enaltecer los valores de la sociedad.

El ejercicio periodístico de Radhamés Gómez Pepín y su existencia toda, nos obliga a meditar y a sentir en lo más hondo de nuestros corazones la maravillosa historia de esta nación que nos duele, donde no sólo con las armas en las manos, ni con oratorias apoyadas en retóricas sublimes, nacen y refulgen hombres que, con la misión de informar y alertar, han abierto caminos para mejorar el discurso histórico del país.

Por eso, Radhamés Gómez Pepín estará siempre en nuestros corazones.


El discurso simbiótico de nuestra publicidad

Por Efraim Castillo

Desde hace algún tiempo me he venido haciendo una pregunta: ¿Cómo evoluciona la publicidad dentro de las singularidades de una sociedad específica? Y junto a esta pregunta siempre añado una secuela de sub-interrogantes: ¿Lo hace de acuerdo a su entorno artificial concreto (cultura propia)? ¿Se establece por el bombardeo de los altoparlantes sociales? ¿Juegan el nacionalismo, el patriotismo y el sentido de angustia periférica algún papel trascendente en el discurso de su concreción?

Esa pregunta y su secuela han establecido en mí una preocupación cuyo ritmo llega a lo mortificante, más aún cuando algunos nuevos profetas de la comunicación local comienzan a trazar analogías equivocadas. Porque si el investigador social escudriña la evolución de la publicidad dominicana y su fenomenología, comprobará que en sus cambios estructurales ha gravitado —incisivamente— lo económico, como primeridad, y y lo político como segundidad. La mezcla de ambas gravitaciones, leídas como coyunturas, ha fundado desviaciones o distorsiones que, transcurrido el momento, se fundan en una simbiosis.
Así, desde los aleteos publicitarios primarios de Miguel Peguero hijo (Ph) y Homero León Díaz (en los años 40’s), atravesando por Yépez Alvear (en los 50’s), y llegando hasta Manuel García Vásquez a comienzos de los 60’s, la información de la existencia de bienes y servicios en la plaza cubrió las necesidades específicas de un mercado dictatorial de monopolio, completamente cerrado, sin la necesidad de apelar a ningún tipo de investigación. ¿Qué se podía investigar, entonces, sobre un consumidor con determinadas marcas de productos y servicios, y con la frontera de la innovación manipulada por el régimen?

Sin embargo, a partir del 1962 —y con el asentamiento de una apertura hacia lo informativo, lo económico y lo político—, a la información comercial primaria había que anexarle un argumento y más tarde una entretención, para vencer el tedio de la frecuencia reiterada.
Salvo algunas excepciones —posiblemente presionadas por unas cantigas oportunistas que se adueñaron del merengue—, la publicidad local que siguió a la muerte de Trujillo, hasta tocar las puertas de la Revolución de Abril, no reprodujo discursos creativos ajenos a la realidad social nacional, aún con la instalación en el país de la principal agencia publicitaria puertorriqueña (la Badillo & Bergés). Sin embargo, la realidad social concreta de la Cuba pre-revolucionaria, cuyo bombardeo a través de su radiodifusión marcaba pautas en nuestro país, sí se aposentó entre nosotros a través de algunos de sus publicitarios y sociólogos: Rivera Chacón, Salvador López, Orestes Martínez, Eduardo Palmer, Jacinto Cofiño, Jorge Piñeyro y Adolfo (Fito) Méndez, entre otros.

Así, la interrelación histórico-cultural entre Cuba y República Dominicana —hecha simbiosis por Máximo Gómez y José Martí— volvió a marcar pautas en nuestro país.


viernes, 24 de agosto de 2018


Mosqueteros del anuncio

Por Efraim Castillo

1

Aunque esto que escribo ya lo había escrito antes (lo escribí en el año 2004 para la presentación del libro de Freddy Ortiz, “Mis 100 mejores artículos de Publicidad y Mercadeo), deseo narrarlo ahora porque aconteció durante una pequeña conversación que sostuve cierta noche de primavera de 1972, con René del Risco Bermúdez cuando su agencia Retho y la mía, Síntesis, recién abrían sus puertas en aquel año. Y al decir “una pequeña conversación” no deseo referirme a la brevedad de la misma, sino a cierto relámpago que nos iluminó por el tema que abordamos, ya que el mismo surgió sin que ninguno de los dos lo buscase y se refería a algo que subyacía en el país bajo una constante sospecha y atormentaba a los publicitarios dominicanos que se atrevían a estructurar, a fomentar y a echar las bases de una publicidad que, aunque claramente imperfecta, respondía maravillosamente a las exigencias de nuestro mercado.

Aquella noche de primavera conversé con René acerca de la importancia que requería nuestra publicidad de una creatividad que descansara en un personal nativo y capacitado. Y esto no se lo expresé como una especie de prurito chovinista, sino porque sabía que la fenomenología de la creatividad se aloja en un tercer discurso que se apoya en esencias culturales vinculadas al entorno de lo vivido, de lo transitado, para provocar que el anuncio se convierta en una comunicación, en un storytelling  capaz de interrelacionar las esencias y bondades del bien o del servicio publicitado con una colectividad específica. De ahí, que mientras más explícitas y nítidas sean las apoyaturas referenciales de esa unidad que se llama anuncio, mucho más profundamente tocará la mente del consumidor.

Algunos podrían argüir que no, que esto no es cierto, ya que el consumo está sujeto a variables que van mucho más allá de las especificidades culturales y, hasta cierto punto, tendrían razón si la historia no hubiese producido a tipos como Hitler, quien se apoderó de Alemania uniendo las teorías de los hermanos Grimm con la música de Wagner; o como Stalin, Mussolini, Franco, Trujillo y decenas de otros tiranos, que usaron el folclor y las especificidades de sus entornos para cimentar sus dictaduras. Porque son, precisamente, las particularidades engendradas en los senos de las naciones las que, por insignificantes que parezcan, estructuran las culturas. Es preciso recordar que Mussolini revivió en Italia el esplendor del Imperio Romano para apoderarse de Libia y masacrar a Etiopía; que Franco se apoyó en un rancio catolicismo —que atrasó históricamente a España— para derrotar a los republicanos, y que Trujillo utilizó el merengue en sus campañas de propaganda, con la sombra del mestizaje ibérico en sus proclamas y avisos.

Después de nuestra charla, René y yo caminamos por los bordes de una teoría que Heidegger había esbozado sobre las especificidades y su trascendencia en la composición de las naciones —el Ereignis— y que Plotino esquematizó en el singulare tantum, en ese “Uno que somos todos.

2

Desde luego, la conversación con René del Risco se deslizó mucho más allá de Heidegger y Plotino, introduciéndose en la producción y sus mercados, y en el sistema conque éstos deben comunicarse a través de la ocupación que ejercíamos: la publicidad, ya que ésta —la publicidad—, como correlato de una publicística que enrola al periodismo, la comunicación social y las relaciones públicas, debe servir como canal de comunicación comprensible y plurívoco a sus lectores y auditorios objetivos.

Recuerdo que René me preguntó: “Efraim,  ¿te imaginas lo que sería, en este trecho histórico de nuestro pueblo (se refería al neurálgico decenio del 70), una publicidad orquestada por extranjeros?” Le respondí a René que sí, que me la imaginaba como un huevo sin sal o, peor aún, como un desaguisado violentador de nuestra realidad. A seguidas, nos remontamos a la mutación sonora esgrimida por los hermanos Jacob y Wilhelm Grimm, una teoría que colocó los primeros ladrillos en la comprensión de los comportamientos y especificidades de los pueblos y naciones como los componentes esenciales de sus culturas, algo que podemos palpar en pleno Mar Caribe, donde existen tres naciones que, como Cuba, Puerto Rico y República Dominicana, herederas de la colonización española y mezclas raciales sumamente parecidas, han derivado giros distintivos en el castellano que hablan  y en otros significativos modos de vida: en el arte, en los sistemas de valores e, inclusive, hasta en esos derechos fundamentales del ser humano que se traducen en las creencias.

De ahí, a que un jingle con ritmo de jazz difícilmente podrá anunciar exitosamente un producto como el casabe de Monción, o el chicharrón de Villa Mella, lo mismo que la utilización de un merengue como fondo musical no podrá ejercer comunicación alguna en un comercial para los Corn Flakes de Kellog’s, en EEUU. Sin embargo, debo aclarar que como en publicidad todo es posible debido a esa multiplicidad de recursos que engendra la heurística, podría —y a través de ciertas condiciones aleatorias— vender el chicharrón con jazz y el corn flake con merengue, adecuando los sistemas referenciales de los públicos destinatarios y llevando hasta los creativos involucrados en los procesos de producción nociones culturales de República Dominicana y Estados Unidos; o, como otra vertiente, educando a los auditorios sobre los referentes culturales implicados en la producción.

Pero, ¿por qué apunto todo esto? Lo hago por algo bien simple: en el libro “Mis mejores 100 artículos de publicidad y mercadeo”, Freddy Ortiz —sin teorizar— comparó y situó los errores que han matizado la reciente cronología histórica de la publicidad dominicana, casi todos atorados, primero en la pluriesfera de un mercado sin prototipos industriales, y luego entrampados en lo global. Ortiz, en su libro, alertó a los sectores publicitarios y mercadotécnicos dominicanos sobre estos errores y trampas, advirtiendo lo que, a la larga, conllevará a la imitación de marcas y estilos, así como al seguimiento de estrategias estructuradas para culturas completamente alejadas de la nuestra.

DISCURSO DE LA PUBLICIDAD DOMINICANA


El discurso simbiótico de nuestra publicidad

Por Efraim Castillo

Desde hace algún tiempo me he venido haciendo una pregunta: ¿Cómo evoluciona la publicidad dentro de las singularidades de una sociedad específica? Y junto a esta pregunta siempre añado una secuela de sub-interrogantes: ¿Lo hace de acuerdo a su entorno artificial concreto (cultura propia)? ¿Se establece por el bombardeo de los altoparlantes sociales? ¿Juegan el nacionalismo, el patriotismo y el sentido de angustia periférica algún papel trascendente en el discurso de su concreción?

Esa pregunta y su secuela han establecido en mí una preocupación cuyo ritmo llega a lo mortificante, más aún cuando algunos nuevos profetas de la comunicación local comienzan a trazar analogías equivocadas. Porque si el investigador social escudriña la evolución de la publicidad dominicana y su fenomenología, comprobará que en sus cambios estructurales ha gravitado —incisivamente— lo económico, como primeridad, y y lo político como segundidad. La mezcla de ambas gravitaciones, leídas como coyunturas, ha fundado desviaciones o distorsiones que, transcurrido el momento, se fundan en una simbiosis.
Así, desde los aleteos publicitarios primarios de Miguel Peguero hijo (Ph) y Homero León Díaz (en los años 40’s), atravesando por Yépez Alvear (en los 50’s), y llegando hasta Manuel García Vásquez a comienzos de los 60’s, la información de la existencia de bienes y servicios en la plaza cubrió las necesidades específicas de un mercado dictatorial de monopolio, completamente cerrado, sin la necesidad de apelar a ningún tipo de investigación. ¿Qué se podía investigar, entonces, sobre un consumidor con determinadas marcas de productos y servicios, y con la frontera de la innovación manipulada por el régimen?

Sin embargo, a partir del 1962 —y con el asentamiento de una apertura hacia lo informativo, lo económico y lo político—, a la información comercial primaria había que anexarle un argumento y más tarde una entretención, para vencer el tedio de la frecuencia reiterada.
Salvo algunas excepciones —posiblemente presionadas por unas cantigas oportunistas que se adueñaron del merengue—, la publicidad local que siguió a la muerte de Trujillo, hasta tocar las puertas de la Revolución de Abril, no reprodujo discursos creativos ajenos a la realidad social nacional, aún con la instalación en el país de la principal agencia publicitaria puertorriqueña (la Badillo & Bergés). Sin embargo, la realidad social concreta de la Cuba pre-revolucionaria, cuyo bombardeo a través de su radiodifusión marcaba pautas en nuestro país, sí se aposentó entre nosotros a través de algunos de sus publicitarios y sociólogos: Rivera Chacón, Salvador López, Orestes Martínez, Eduardo Palmer, Jacinto Cofiño, Jorge Piñeyro y Adolfo (Fito) Méndez, entre otros.

Así, la interrelación histórico-cultural entre Cuba y República Dominicana —hecha simbiosis por Máximo Gómez y José Martí— volvió a marcar pautas en nuestro país.